En 1984, Margaret Atwood escribió The Handmaid’s Tale. La adaptación del libro a serie de televisión rescata cómo un régimen totalitario tomó el control de los Estados Unidos después de que un desastre ambiental ocasionara infertilidad entre la población. Así, el gobierno captura a las mujeres fértiles y las obliga a reproducirse al servicio de familias poderosas, pero estériles, a las cuales les será entregado el producto de la gestación. Estas mujeres son las criadas. Atwood estuvo presente en el rodaje de varios capítulos y cuenta cómo una de las escenas la perturbó, a ella, que escribió el libro: Sentadas en círculo, las criadas son obligadas como parte de su acondicionamiento en el nuevo sistema a señalar con el dedo índice a Janine cuando cuenta cómo de joven fue violada tumultuariamente, mientras que todas repiten al unísono “Fue culpa suya, ella los provocó”, por lo que la autora, que ha dicho en muchas ocasiones que no escribe ciencia ficción, sino relatos imaginarios basados en hechos reales, atinó a decir: “Se parecía mucho, demasiado, a la historia. Sí, las mujeres se unen para atacar a otras mujeres. Sí, acusan a las demás para librarse ellas: lo vemos con absoluta transparencia en la era de las redes sociales, que tanto favorecen la formación de enjambres. Sí, aceptan encantadas situaciones que les conceden poder sobre otras mujeres, incluso -y hasta puede que especialmente- en sistemas que por lo general conceden escaso poder a las mujeres.”
Margaret Atwood, de 77 años, que recibió en 2008 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por su “compromiso con la defensa de la dignidad de las mujeres”, hoy tuitea irónica “Sorry, I have failed the world so far on gender equality” y se cuestiona si es una Mala Feminista porque hay quien asegura que hace la guerra contra las mujeres, que es misógina y que hace apología de la violación al mostrarse imparcial ante el veredicto en negativo de un caso de agresión sexual en una universidad. Al mismo tiempo, ocurre que un grupo de mujeres francesas es acusado de lo mismo porque publica un manifiesto que ha sido para muchas una defensa del acoso y de los agresores.
Más allá de lo que dice ese texto, me sorprenden los juicios sumarios y lapidarios estilo medieval no solo contra hombres por sus violencias, sino entre mujeres, contra toda aquella que no replica la postura de las Buenas Feministas, las que se atreven a decir: “Si no estás conmigo, estás contra mí”, las que aseguran estar “del lado correcto de la historia” y quien no esté ahí será linchada.
Dudo que estas Malas Feministas, las mujeres francesas y la propia Margaret, crean que las agresiones sexuales no son parte de un desequilibrio y una herencia histórica y que deban ser perdonadas. En el mismo caso están Marta Lamas y hace unos meses Concepción Company en México. A la primera la acusan de traidora por haber encontrado aportaciones importantes en el manifiesto francés, es considerada por sus ideas una vieja y anticuada, académica y burguesa, hija sana del patriarcado, aunque ninguna de estas ideas rozó tan siquiera en la defensa ni del acoso ni al acosador. Estoy convencida de que las personas sabemos la diferencia de forma empírica entre esto, sin necesidad de las descripciones de acoso de otras. También sé que a los hombres ya se les hizo tarde en replantearse cómo es que deben tratarnos. A la segunda se le juzga de la misma manera porque se “atrevió” a cuestionar 1) si la lengua española es sexista y 2) determinar según su línea de pensamiento que no, que los sexistas somos nosotros.
Sin embargo, el problema principal con estas Malas Feministas, desde mi percepción, es que han señalado que existen mujeres que son lo suficientemente fuertes como para no percibirse como víctimas ante agresiones de cualquier tipo y otras lo suficientemente ambiciosas como para desear más poder. También lo creo. No es una cuestión de clases sociales ni de razas. No tiene que ver con la educación ni el género: todos en este mundo deseamos el Poder por el Poder mismo en todos los ámbitos. Que por su contexto algunas mujeres puedan superar (no sé si esto sea posible) una agresión sexual, con terapias, apoyo de los seres queridos, atención médica, no significa que dejemos de ver que hay mujeres que no tienen los recursos ni la obligación de sobrellevar nada. Que necesitamos con urgencia prevenir, no superar. Que debemos educarnos desde la infancia y protegernos. Que esta violencia es una pandemia sin cura por el momento. Sin embargo, también es cierto que hay mujeres que explotan su sexualidad o su propia condición femenina, no para obtener siquiera beneficios económicos o sociales, como lo señalan de las trabajadoras sexuales, sino por el poder mismo, capaces de todo para obtener lo que quieren. ¿Cuál es el problema de reconocer al género femenino en ese lugar?
En la romantización de la “mujeralidad” como condición estamos perdiendo piso. No somos perfectas, somos humanas en un sistema. La indignación que levantó el manifiesto porque no creemos que una mujer pueda “en el mismo día, liderar un equipo profesional y disfrutar siendo el objeto sexual de un hombre, sin ser una ‘puta’, ni un cómplice barato del patriarcado”, es prueba de que aún entre nosotras nos colocamos en el mismo lugar que la hegemonía masculina y patriarcal nos ha puesto: no es propio de las mujeres el apetito sexual en sus múltiples variaciones, BDSM, por ejemplo, bajo esta lógica ese está destinado solo para los hombres. Los deseos de las mujeres son vulgares, ávidos por llamar la atención para hacerse de un “capital erótico” que a nosotras no nos está permitido. Y ante esto, aunque tenemos claro que siempre en el caso de las agresiones sexuales, laborales, o de cualquier índole se ha tratado de eso, de Poder, nos seguimos colocando como objetos no únicamente de los hombres que nos abusan, sino como esclavas de las buenas costumbres, de lo que quieren los padres, los hijos, de las personas que nos rodean a quienes les debemos sumisión y maleabilidad a cambio de no ser juzgadas, incluyendo el juicio de otras mujeres. Nadie en su sano juicio puede negar la violencia sexual, pero tampoco podemos perpetuar la victimización como si fuera la única forma de existir, porque también deseamos y somos fuertes.
La exigencia “tolerancia cero” no solo contra abusadores ha crecido contra todo aquel que decida pensar distinto o elija tomar otras decisiones sobre su vida, aunque esto no signifique apoyar la violencia de ninguna manera. Como el comercio sexual versus el abolicionismo; como ese meme (porque ahora teorizamos en memes, en redes sociales que favorecen la formación de enjambres) sobre la mujer que, entrecomillan, “decide” pintarse el cabello porque es libre, someterse a una liposucción porque es libre, hacer de su cuerpo lo que quiera y necesite porque es libre, empujándola a un patíbulo para ahorcarla porque estas decisiones la vuelven amiga de los opresores, defensora de la violencia, sumisa cumplidora de deseos, objeto sexual de todos, sin considerarla lo suficientemente inteligente, infantilizándola, victimizándola, juzgándola, atropellando el derecho a su libertad porque, entonces, las mujeres somos incapaces de decidir, de elegir moral y éticamente. ¿Qué tiene que ver esto con defender al asqueroso tipo que te toca en los camiones? ¿cuándo se habló de la injusticia para los hombres? Esto es entre nosotras. Una quema entre brujas.
Somos traidoras de nuestro sexo cuando no coincidimos en ideas. Ahí colocaron a Emma Watson con su feminismo light o Beyoncé con la sexualización de su feminismo. O entre nosotras, porque nos señalamos antipáticas, estúpidas, egoístas. Viejas, como a Marta Lamas. Hemos de despreciarnos entre nosotras porque al final así es el mundo real, sin ficción, donde nuestra condición humana y el sistema al que pertenecemos, como peces en un mismo estanque, nos abraza todavía con misoginia. Y aquí retumban las palabras de Margaret Atwood: “Mujeres se unen para atacar a otras mujeres. Sí, aceptan encantadas situaciones que les conceden poder sobre otras mujeres, incluso -y hasta puede que especialmente- en sistemas que por lo general conceden escaso poder a las mujeres.”
De cualquier forma, entre malas y buenas feministas, los índices de violencia hacia las mujeres siguen en aumento. Seguimos muriendo todas a manos de nuestros agresores. Las discusiones de las academias no han retumbado en las calles de mi barrio y mucho menos en políticas públicas que disminuyan los números e incentiven cambios de paradigmas, estas solo llegan a Días Naraja insulsos y sin sentido, ese cambio que aseguran ya está aquí con las marchas y los movimientos y los manifiestos. ¡Este es un feminismo nuevo!, leí. Pero ni la primera ni la cuarta ola han terminado con la reproducción incesante del patriarcado. Ni los libros de Simone de Beauvoir ni de ninguna otra han evitado toda esta violencia, ¿qué les hace pensar que estas peleas lograrán evitar que haya otra Calcetitas Rojas? ¿Conformes porque el feminismo ya logró el voto femenino? ¿Porque las mujeres están en puestos públicos y más visibilizadas? A estas alturas, entre nosotras, la lapidación es una opción antes que escucharnos, estudiarnos, desmenuzar lo que todas tenemos que decir y llevarnos esa teoría a donde sí hace falta: a la realidad. Porque mientras escribo esto una mujer está siendo violada de forma tumultuaria en un terreno baldío. Y aquí, en la realidad, entre las mujeres de algún barrio o coto residencial habrá muchas que todavía señalarán: “Fue culpa suya, ella los provocó”.
@negramagallanes