A Lupita:
A mi abuelo, le hacía gritar de alegría para anunciar su llegada;
Para mi madre, la hija que no tuvo y le dio fuerza;
Para mí, quien me enseñó a vivir y a reír tanto de la vida hasta llorar.
Cuando entré a la secundaria había introyectado el fanatismo religioso del colegio católico del que provenía, el miedo al cuerpo, el terror a la interacción humana que sobrepasara los límites morales que ni siquiera lograba comprender. Me habían enseñado a que debería ser un macho, y no podía con ello o ser mojigato como única opción. Se aproximaba una tardeada y Lu, hermana encontrada, me tomó durante un receso junto a un bebedero para enseñarme a bailar perreo aún antes de que se le llamara así. Movimiento de caderas de izquierda a derecha y hacia abajo, pelvis de adelante hacia atrás y de arriba abajo, lento, rápido, según marcara la música. También me instruyó para un poco de banda: mano a la cintura, firme pero no posesiva; muslo bajo la entrepierna, como eje para girar más rápido en las vueltas. Desde entonces y hasta ahora aprecio las mañanas en las que, después de una noche de buen baile, el dolor del cuerpo me recuerda la dicha de la vida.
Después de que se compartieron algunos videos a través de medios sociales de un concurso de perreo que se realizó durante la Feria Nacional de San Marcos se emitieron diferentes expresiones públicas en Aguascalientes contra el reggaetón. El argumento fue que se trataba de un espectáculo, en un stand de cerveza, que denigraba a las mujeres participantes. El tema no trascendió más allá del morbo, el puritanismo y el clasismo, sin desestimar la simpatía que obtuvieron representantes de grupos conservadores por parte de sus adeptos, pero merece la pena considerar algunos puntos para la reflexión pues, como cualquier fenómeno o expresión que trasciende de su momento particular de manifestación, habla de nuestra sociedad.
El perreo es un baile con movimientos sensuales y lascivos que acompasa las letras, con o sin sentido, igualmente provocativas del reggaetón. Si bien varias de las canciones son cuestionables por misoginia y homofobia, al igual que otras miles de otros tantos géneros, como las que se llegan a enaltecer de orgullos nacionales, emblemáticas del pop mexicano y populares como las que se entonan en cantinas, fiestas infantiles y hasta religiosas, también existen algunas que merecen su escucha atenta y reflexiva, como Me rehúso de Danny Ocean que habla de los amores que se pierden a causa de la migración, o Felices los 4 de Maluma, que parece machista en principio, mas lo central se encuentra en el planteamiento de una relación abierta que, de acuerdo a la letra, aunque al inicio no parece convencerle del todo al cantante masculino, termina aceptando un pacto no tácito, tanto que “no importa el qué dirán” los demás pues son “tal para cual”. Pasando por otros ejemplos como La Baraja -caraja-, La planta, La incondicional, La amante y 4 babys del propio Maluma, es necesario reconocer que no existen generalidades.
El reto está en el público, en las personas que deciden consumir o no cierto tipo de opciones musicales pero, en especial, las formas en que lo interpreta. Las expresiones contra el reggaetón en Aguascalientes sólo fueron oportunistas para el contexto electoral que se vive en México y la localidad, pero planteado el tema, ¿acaso no vale la pena preguntar si lo importante es reeducarnos sobre la sexualidad, el cuerpo y las libertades de las personas? El perreo debería ser un baile pautado por las personas involucradas, donde ambas definan los límites y los juegos, donde si existe un dominador y un dominante sea a causa de un mutuo acuerdo corporal -aunque no sea verbalizado-, donde la mofa no se deba a que existe un superior y un subyugado. Al igual que el rap hablaba en su momento de su contexto norteamericano, negro y bajo condiciones económicas adversas, ¿el reggaetón qué nos dice de nuestra juventud latina? Si nos atrevemos a diseccionar, por ejemplo, el trap, observaremos una fuerte denuncia a la realidad de nuestro tiempo, sin negar la posibilidad de, por supuesto, la existencia de creaciones musicales donde el odio, la discriminación y la violencia se hacen líricos, rítmicos y pegajosos.
Si me ha seguido, he pautado algunos elementos a considerar: un stand de cerveza, fiestas infantiles, fiestas religiosas, dominantes y dominados, mutuo acuerdo, superiores y subyugados. La violencia, la denigración y discriminación es responsabilidad no sólo de quien la ejerce o pauta, sino también de quienes permitimos que se replique y, en el caso de la música y el baile, somos los receptores. El reggaetón no llega por magia a las escuelas; los menores de edad no imitan posiciones sexuales, en particular de un hombre con una mujer, sin un referente en su entorno; los niños no aprenden que joto y puto es un insulto sin observarlo tal efecto alrededor; que deberán buscar a una novia o esposa pronto, muy pronto, que le lave los platos, le encuentre las corbatas y sea la incondicional. La satanización de tajo a las expresiones es el camino fácil para los débiles, pues hasta el puto o el maricón pueden transformarse y pasar de la homofobia a la protesta política, resignificándose. Estamos inmersos en un entramado de pre-condicionantes, estructuras de pensamiento y sociales, pero tenemos la posibilidad de actuar de manera colectiva, pensante y reflexiva.
Un amigo me contó que durante la Feria Nacional de San Marcos acudió a un stand de cervezas donde había un toro mecánico, al cual fue con algunos amigos para subirse y divertirse. Fue su turno de jugar al rodeo automatizado e inició todo un acto de violencia aplaudida por el público asistente; siendo el detonante, tal vez, que llevase shorts cortos, contestatarios a las normas machistas, tanto para heterosexuales como para homosexuales. El animador reconoció y utilizó ese recurso, tomando lo femenino como un objeto de burla: primero exponiendo cierto tipo de ropa que sólo puede ser utilizada por las mujeres -para el gusto del ojo masculino-, lo femenino como sinónimo de debilidad física y la posibilidad de la disidencia sexual como algo vergonzoso que, en todo caso, puede ser un chiste para la mayoría, para la democracia heteronormativa. Discriminación, machismo, misoginia y homofobia a manera de entretenimiento, para niños, niñas, adolescentes y personas adultas asistentes. El remate fue Que perra mi amiga de La Montra, una canción que en origen habla de las mujeres que son “perras” al ser decididas, arrojadas y tener alta autoestima, melodía que ha sido adoptada por la comunidad lésbica gay para hablar también de las personas astutas, talentosas o que se defienden con honores: qué perra por su vestido, qué perra por dejar plantado a quien le engañó anteriormente, etc. El punto, nuevamente, es la interpretación y el uso de las expresiones culturales en su momento. El problema es, entonces, ¿la música, el baile y otras manifestaciones per se?, ¿o la violencia que se ha enarbolado como defensa de lo normal y hasta como valores?
En mi contexto, las mujeres llevan la batuta en el perreo, marcando límites y hasta decidiendo bailar solas pues llega a ser interpretado como una expresión de pasión ante el romance que ata, prohíbe, secuestra, cercena y que antepone la reproducción a la conexión íntima entre las personas, o… al menos, como un ritmo cadencioso para bailar sabroso por un rato. Las posibilidades, las expresiones y las problemáticas se presentarán en nuestro entorno debido a la complejidad de las relaciones y la mente del mismo ser humano, pero, a la vez, está en nuestras manos decidir si todo aquello que por su diferencia o distinción, respecto con lo que para nosotros es común, debe ser negado, prohibido, eliminado… o de otra forma, atrevernos a la reflexión para resignificar y actuar de manera más responsable, empática, racional y coherente. Por favor, déjennos perrear.
@m_acevez | [email protected]