
Como lo menciona Caterina Morbiato en su artículo Prácticas resistentes en el México de la desaparición forzada, desaparecer engloba un simbolismo, refiere a los actos de ilusión, donde después de gritar: ¡presto!, el objeto o sujeto en cuestión vuelve ante el auditorio; pero ya no ocurre lo mismo. Y es que, al igual que la prestidigitación, se requiere de un actor para llevar a cabo el truco. No se desaparece por sí mismo y, si no se reaparece, entonces hay una falla en las artes ocultas. En México, ese fetiche, la atribución de poderes superiores a lo mundano, lo ostenta el Estado. Sin embargo, la ciudadanía, los familiares de las víctimas de desaparición forzada y organizaciones de la sociedad civil también realizan actos sobrehumanos. El mago ha fallado y el público ya no está dispuesto a seguir con el espectáculo.
Hace más de seis años un amigo publicó una crónica en la cual narraba que policías de Aguascalientes realizaron la detención arbitraria de un pequeño grupo de jóvenes, a quienes les dieron vueltas sobre la patrulla para después llevarles a un baldío, raparlos y pintarles la cabeza con aerosol. Fue durante el periodo de Felipe Calderón, el sexenio que estableció en el imaginario colectivo al crimen organizado como único responsable de la violencia en nuestro país. Es así que, este y otro tipo de graves violaciones a los derechos humanos, aunque eran conocidas por la población, se llegaban a justificar como ajustes entre grupos de choque, entre los malos.
Así, México transitó por un periodo donde la tragedia se normalizó y, aunque se habla de la corrupción como una problemática sistemática que permite la impunidad de la delincuencia y la violencia, pocas ocasiones se reflexionó profundamente sobre la responsabilidad del Estado. Sin embargo, sucedió Ayotzinapa, 43 normalistas desaparecieron.
Las versiones de la “verdad histórica” con sus puntos inconexos y los testimoniales cada vez más audibles de la ciudadanía, junto con una mayor población diversa con acceso a los medios sociales para impulsar la discusión pública sobre sus impresiones, percepciones y experiencias similares, sometieron a duda el pensamiento popular, por ejemplo: “el que busca, encuentra”. La desaparición forzada ya no se vislumbraba como un término jurídico más, ya no se concibe como un concepto académico fumado con sólo el afán de categorizar y categorizar en lo abstracto, ya no es una palabra rimbombante de chairos para seguir culpando al sistema de una llamada falta de voluntad, inmadurez o irresponsabilidad. La desaparición forzada es ya una realidad alarmante para los ciudadanos de a pie. México ya no estaba dispuesto a seguir en la somnolencia.
De acuerdo a diversas estimaciones, como las de Amnistía Internacional, Naciones Unidas para los Derechos Humanos y el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, se estima una cifra de más de 30 mil personas desaparecidas, extraviadas o no localizadas, en su mayoría del fuero común bajo el seguimiento de las instancias de justicia locales. ¿En cuántos casos el Estado es parte de los responsables? Para dimensionar el panorama, de acuerdo a la CNDH, se documentaron 532 casos de presuntas desapariciones forzadas en tan sólo el periodo de la Guerra Sucia, entre 1960 y 1980. Pero las desapariciones siguen aumentando.
Los casos se acumulan, pero también la fuerza de los familiares de personas desaparecidas y organizaciones de la sociedad civil, quienes de acuerdo a Morbiato, se ponen en alerta en la medida en que las versiones sobre los casos de desaparición son incongruentes. A pesar del miedo generalizado, debido a la corrupción, las obstrucciones al debido proceso y los casos de tortura por parte de diferentes funcionarios en los diversos poderes y niveles de gobierno que conforman al Estado mexicano, la búsqueda de justicia se mantiene. Esto se debe, en especial, al acompañamiento, el duelo colectivo de los familiares ante la desaparición de un ser querido como un mecanismo resiliencia, es decir, un proceso para superar circunstancias traumáticas, brindando entereza para exigir justicia aun en el espacio público.
Ayotzinapa ha marcado pauta para una mayor reflexión sobre esta grave violación a los derechos humanos, que no sólo refiere a la privación de la libertad y la vida, sino también al arresto y detención arbitraria por parte de agentes del Estado, ya sea como directos responsables, por su autorización, apoyo o permisividad. Sin embargo, esta sensibilidad ante la desaparición forzada no sólo puede acotarse a los 43 normalistas de Ayotzinapa, tampoco a sólo 11 entidades federativas donde se concentra más del 80% de las desapariciones en el país.
La desaparición y desaparición forzada es un problema que afecta todo México, a miles de familias y seres queridos. No se trata de sólo números de habitantes no localizados, sino de personas que han sido violentadas y alejadas de sus cariños. Ya no podemos permitirnos recurrir al individualismo inhumano que justifica la violencia como un ajuste de cuentas entre terceros, ajenos y distantes, ni tampoco se pueden aceptar detenciones y actos de violencia bajo el argumento de un proceso de seguridad de rutina. El escenario es delicado, peligroso y amenazante, pero si algo podemos hacer es, al menos, reconocer la complejidad y delicadeza de esta crisis humanitaria y evitar recurrir a esos trágicos dichos como: el que busca, encuentra.
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