A Pachita, Tere, Luz, Mary, Amparo y Paz
Que la gratitud y los afectos no sean inexorables cenizas.
Ida Vitale, Shakespeare Palace
Roma, la octava y más reciente película de Alfonso Cuarón, es, en primera y última instancia, una historia de amor. Un amor cultivado desde los afectos primeros, aquellos en que encuentra refugio la infancia, y que se las arreglan para seguir generando un profundo sentido de gratitud en la edad adulta.
Ahora bien, aunque sostenida en un amplio ejercicio memorialista, esto es el ejercicio por el cual hacemos consciente el pasado, Roma no es el corazón diario de un niño llamado Alfonso Cuarón, sino más bien la reconstrucción del itinerario vital y emotivo de una familia de clase media – Sofía (Marina de Tavira), su esposo Antonio (Fernando Grediaga), sus cuatro hijos y la abuela Teresa (Verónica García)- y sus dos trabajadoras domésticas -Cleo (Yalitza Aparicio) y Adela (Nancy García García).
La historia comienza en el momento en que, bajo la superficie de una multitud de faenas domésticas, empiezan a aparecer los desengaños amorosos y a desvanecerse las certidumbres conyugales, pero también surgen, en contraposición, los gestos afectivos, las horas de cuidado, los apegos que día a día se obsequian al interior del hogar.
Pronto advertimos que el eje funcional y emotivo de la familia es Cleo. Su esmerada diligencia para los quehaceres del día a día, su devoto cuidado a los niños, su callada empatía con Sofía, su patrona, ante el abandono del marido, son para Sofía y los suyos una especie de cendal. Todas esas pequeñas grandes virtudes cotidianas quedan, casi al final de la historia, condensadas con una honda intensidad en la escena donde el mar está por zamparse a uno de los niños.
Pero Cleo no es Mary Poppins ni la Madre Teresa: carece del encanto insufrible de la primera y le son ajenas las maneras farsantes de la segunda. A diferencia de ellas, Cleo tiene el impulso vital de hacerse una vida más allá de sus responsabilidades domésticas, aunque en el trayecto no pueda evitar conocer el abandono, la ferocidad del homo-macho, el dolor de la pérdida irreparable.
Historia íntima y familiar, pero también historia de una ciudad y una colonia en particular, Roma configura un gran tapiz hilando episodios de la memoria (sin excluir aquí y allá la invención, la ficción pura) con eventos y atmósferas históricas del antaño Distrito Federal. Con una reconstrucción más que notable por su precisión y fidelidad obsesiva tanto de lugares como de sonidos de una época y un entorno hoy ya irreconocibles, la ciudad y la colonia son, con pleno derecho, más que meros escenarios, protagonistas de la historia.
Así, lo que nos ofrece Roma son los momentos de una educación sentimental en el que se transita de manera sorprendentemente natural de los detalles de una vida hecha de rutinas domésticas y laborales al escenario de las grandes crisis políticas (la matanza de Corpus Christi el 10 de junio de 1971), de la más íntima desolación que nace del abandono al más cálido y hondo de los abrazos, de la evocación de los objetos y rincones del hogar familiar al recuerdo de calles y paisajes urbanos, de la consistencia de los días a la aparición de los inesperado -incluyendo incendios, temblores, homicidios, embarazos no deseados-, de la más franca y espontánea de las empatías a la igualmente franca vigencia de las brechas sociales que, pese a todo, se mantienen en la relación entre Sofía y Cleo.
En Roma no hay lugar para el victimismo ni para la condescendencia de clase o la añoranza estéril: se trata, más bien, de una exploración en profundidad de un universo que se crea y recrea día a día desde las certezas del afecto y la hospitalidad de la gratitud, pero también desde la fragilidad, la incertidumbre. En este sentido, en Roma se escenifica la tensión permanente que hay entre lo que André Comte-Sponville, en su homenaje a Tzvetan Todorov, llama la “bipolaridad de valores” que hay en toda sociedad, bipolaridad que enfrenta a una masculinidad pervertida (las “ganas de ir de duro, de auténtico, de tatuado”) con una femineidad civilizatoria cuyo acto de fundación está en la relación del niño con la madre…o la nana.
El naturalismo de la escena hace sonar relojes reales.
Por esa razón el tiempo pasa tan despacio.
Karl Kraus, La tarea del artista
Al confiar en la fluidez del hecho memorioso, y evadiendo cualquier asomo de melodrama, tremendismo o idealización (tres tristes tentaciones que distingue a cierta tradición del cine nacional), Cuarón lleva su puesta en escena en clave naturalista y encuentra un delicado equilibrio entre la perspectiva serena, delicada y en ocasiones profundamente dolorosa de Cleo, con el punto de vista, debidamente distanciado, sin entrometerse, de quien recuerda y, a partir de ese material de la memoria, hace ficción, o sea el propio Cuarón.
Esta estrategia narrativa de Cuarón, si puede llamársele así, manifiesta e impulsa las opciones técnicas y estéticas que dan a Roma la dignidad y altura artística que la distingue. De hecho, hay aquí el despliegue de una gramática del afecto: todo confluye a ello: la fotografía en blanco y negro (pasando por todos los matices del gris), los movimientos de cámara que o bien recorre con discreción los ambientes familiares y los de la calle, o bien fijan puntos de observación en ocasiones cercanos y dolorosos (un gran ejemplo es la estremecedora escena del parto) y en ocasiones distante pero perturbadores (por ejemplo, la secuencia del “halconazo”), los prodigiosos planos secuencias que se despliegan con una exquisita cadencia y son seguidos de encuadres de gran angular, el diseño de sonido (con uno de sus grandes aciertos como fue el de prescindir de banda sonora) y, en fin, el más afortunado reparto que en todo momento da plena credibilidad a una historia que no se ancla en vericuetos argumentativos, sino en una aguda capacidad de observación dirigida a la vida ordinaria, el único lugar donde, según Leszek Kolakowski, se pueden indagar sobre el o los sentidos de la vida.
¿Cómo contar lo cotidiano?, se preguntó alguna vez Todorov. El mismo apunta que esa tarea escapa a los filósofos e historiadores y que “algunos novelistas y poetas lo intentan con más éxito”. Cuarón lo ha logrado: la integridad y esplendor artístico de Roma -que son a su vez consecuencia de una entereza ética de parte del realizador- participa de la lucidez y generosidad moral de los protagonistas que la inspiraron.
Nota de las referencias. El epígrafe de Vitale proviene de Shakespeare Palace. Mosaicos de su vida en México (1974-1984), que recientemente ha puesto en circulación la editorial Lumen. El de Kraus de La tarea del artista, una breve recopilación de aforismos que, en traducción de Miguel Cataláne, editó en 2011 Casimiro Libros. La referencia de Comte-Sponville se encuentra en el Prólogo que escribió para el libro póstumo de Todorov Leer y vivir (Galaxia Gutenberg, traducción de Noemí Sobregués, 2018) y la de Todorov es de su ensayo “Fragmentos de una moral”, publicado en el mismo volumen. La referencia a Kolakowski es de “La concepción del mundo y el sentido de la vida”, ensayo incluido en El hombre sin alternativa (Alianza, traducción de Andrés Pedro Sánchez Pascual, 1970).