El 31 de julio partí del aeropuerto de Narita, en Tokio, con rumbo a la Ciudad de México. Debía tomar un vuelo de quince horas en clase turista, en un avión repleto de pasajeros y en un asiento muy estrecho, donde no podía ni siquiera estirar las piernas. Tras dos semanas de ausencia, una parte de mi ser deseaba regresar a casa. Quería ver de nuevo a mis seres queridos y depositar en sus manos los modestos presentes que había escogido cuidadosamente para ellos. Durante mi viaje, asimilé una máxima de la cultura japonesa: nunca vuelvas con las manos vacías. En una enorme bolsa de tela, con la imagen de una geisha en un jardín de cerezos, atesoré diversos tipos de omiyage, como se conoce en Japón a los “recuerditos”. Ahí, todos apretujados, sin clasificación alguna, amenazaban con desbordar sus confines. En su pintoresco desorden, eran el vivo reflejo de mi interioridad.
Tras dos semanas de ausencia, otra parte de mi ser no deseaba volver a casa. Al margen de qué región se tratara, el extranjero significaba para mí la promesa de vivir una versión alternativa de la existencia. No sabía con certeza si sería mejor a largo plazo, pero al menos sería diferente y esa mera expectativa creaba un entorno mágico a mi alrededor, donde las personas y los objetos irradiaban una luz mágica y cautivadora. Pero los factores sociales, económicos y afectivos que me traían de regreso, sencillamente rompían ese frágil hechizo. Sin embargo, esta ocasión no derramé ni una lágrima cuando miré, desde lo alto a la Ciudad de México, esa gigantesca mancha grisácea que se tragaba implacable el mundo de la fantasía. De lleno en la terapia ocupacional, iba concentrada en tareas de organización: hice listas mentales de los regalos por entregar, cursos por tomar, artículos por escribir, libros por corregir, cuentas por pagar… En una agenda tan apretada, no había cabida para la depresión.
O eso quise creer. Pero esta vez, el colapso ocurrió de un modo inesperado. A la mañana siguiente, desperté con una sensación extraña, molesta y obstinada, similar al cuerpo cortado. Aturdida y exhausta, permanecí en modo zombie de tiempo completo. Imposible leer y escribir, mucho menos trabajar a conciencia, pues tenía dificultades para concentrarme y, al cabo de unos minutos, cualquier tarea se me caía de las manos. Lo atribuí al efecto jetlag. Aunque mi mente ya estaba en México, mi cuerpo aún seguía en Japón. Había perdido la brújula que me permitía ser funcional. Y esa brújula era nada menos que un país del lejano Oriente. Dormía de día y vivía de noche, bebiendo matcha en exceso. Como resultado, a ese cuadro clínico se sumaron molestias estomacales. A decir verdad, cuando llegué a Tokio también sufrí un trastorno de horarios, pero el reajuste fue mucho más rápido y suave. Pero en México, pasé ocho largos días sumida en un trance de dolor e inercia.
Finalmente, reconocí los síntomas de la depresión: ya estaba transitando por los pantanos de la tristeza. Por fortuna, a diferencia de otras patologías, la mía obedece razones bien concretas. Sufrí un brusco bajón de actividad, que afectó mi estado de ánimo. Pasé de caminar diez horas diarias, a recluirme en casa con la intención de retomar un estilo de vida productivo. Pero, frente a mi computadora, arrellanada en la silla del escritorio o en la mesa del comedor, la rutina de siempre tomó una consistencia más fangosa que nunca. Entonces puse en práctica el método Konmari, del que había leído a detalle en el vuelo de regreso. Mirando mi lista de pendientes, me pregunté cuáles me transmitían alegría y cuáles no. Con los segundos habría de cumplir esta vez por sentido de la responsabilidad. Pero en adelante sería más selectiva: hasta donde fuera posible, sólo haría lo que realmente quisiera.
Admito que algunas de esas decisiones podrían parecer irracionales a simple vista. Continuar con mis clases intensivas de japonés, cuando ya no cuento con un motivo utilitario, es una de ellas. Pero confío en los misteriosos dictados de la intuición. Sólo sé que, al estrechar lazos con la cultura japonesa practicando su idioma, me inunda un sentimiento de paz y dicha. También al emprender un nuevo viaje hacia otras latitudes, aunque el anterior esté muy reciente. Me he asumido como una junkie, adicta a la adrenalina que inyecta el contacto con una cultura desconocida, con personas y situaciones inesperadas: mi memoria las atesora cual bolsa de omiyage. Aunque la voz de la sensatez ponga reparos, la depresión postviaje nos dice que ha llegado el momento de planear una nueva aventura y buscar vías para llevarla a cabo. Sin importar cuáles sean nuestras limitaciones, no debemos renunciar a la capacidad de soñar en grande, pues el deseo nos abre caminos luminosos e insospechados.
Me pareció hermosa la imagen de la bolsita de recuerdos, uno lleva, a la vuelta de un viaje, un montón de alegría en distintas formas: recuerdos, regalos, viviencias. Parece que no, pero así como la bolsita de regalos se vacía, así se van desvaneciendo los momentos y recuerdos y lo único que puedes hacer es, o bien quedarte a esperar recibir un poco de eso, de algún amigo querido que vuelve de viaje, o bien volver a llenar tu bolsa de nuevo! ésta ultima me gusta más. Pasé mucho tiempo annorando México desde Alemania, pero entre más tiempo pasa, más conciente soy del miedo que le tengo a volver y a sus efectos secundarios. Muy buen escrito!