Tokio, la magia del orden / Favela chic - LJA Aguascalientes
12/12/2024

Sólo necesitas experimentar una vez 

un estado de orden perfecto 

para ser capaz de conservarlo

Marie Kondo

 

Uno de los aspectos más fascinantes y placenteros de Japón es el orden. Tal vez para nosotros sea una idea difícil de asimilar a priori, porque asociamos el orden con el deber, la opresión y la desdicha. Sin embargo, desde que ponemos un pie en el aeropuerto, la Tierra del Sol Naciente nos cuestiona nuestros esquemas occidentales uno por uno, empezando por ése. A diferencia de otras capitales, ni siquiera Tokio es caótica realmente, como suponemos al mirar por internet las imágenes y los videos del cruce de Shibuya, un icono internacional, donde a diario circulan un millón de personas. 

Aunque parezca increíble, en la megalópolis más grande y poblada del mundo los viajeros sentimos La magia del orden, tema del best-seller de Marie Kondo (1984), una consultora nacida en Tokio, que alcanzó la fama por haber sintetizado y perfeccionado las bases de la limpieza y organización de la cultura japonesa. Inspirada en la religión sintoísta y en la filosofía del feng shui, Kondo inventó el método Konmari (acrónimo de su nombre), que se aplica en casas, departamentos y oficinas, o sea, en lugares concretos y reducidos. Pero a quienes recorremos Japón nos da la impresión de que todo el país ya se había sumado a la orgía del orden desde tiempos inmemoriales.

Puesto que es un archipiélago repleto de zonas montañosas inhóspitas, sus antiguos pobladores se asentaron en unas cuantas llanuras, donde tuvieron que desarrollar hábitos ejemplares de higiene y pulcritud para sobrevivir. Durante más de dos siglos, en un periodo conocido como Edo, cerraron sus puertas al resto del planeta para impedir la propagación del cristianismo en su territorio. Al quedar encajonados por razones sociopolíticas y geográficas, consolidaron un orden compartimental. Según el Museo Edo, vivían hacinados en pequeñas casas rectangulares, divididas en al menos cuatro partes iguales, en las que se distribuían diferentes familias. 

En esa situación límite no había cabida para el caos ni para la inmundicia, focos de gérmenes y bacterias que ponían en riesgo el bienestar de la comunidad, donde los transgresores eran repudiados sin misericordia. La máxima prueba de su fervor antiséptico son los retretes modernos con función de bidet y ducha, que en otras naciones se diseñan exclusivamente para las mujeres pudientes. En Tokio, sin distinción de género ni estatus socioeconómico, los usuarios pueden darse un lavado íntimo exprés cuando van al baño. Basta con pulsar un par de botones para regular la temperatura, presión y movimiento del chorro de agua, así como la secadora integrada. De igual modo, ya sea que vayamos a un restaurante o pidamos comida para llevar, siempre nos ofrecen una compresa húmeda para asearnos las manos.


Aunque Japón se convirtió luego en una potencia mundial, con una envidiable tecnología de punta que nos remonta a la película Back to the Future (Robert Zemeckis, 1985), el problema de los espacios persiste hasta la fecha. Tan sólo en los 23 barrios que conforman Tokio, el centro financiero y empresarial del país, radican al menos 13 millones de habitantes por kilómetro cuadrado (en la Ciudad de México, en cambio, la cifra es apenas de seis mil). Debido a la superpoblación, que encarece los precios de los bienes raíces y de los alquileres, la mayoría de los nipones aún viven en un diminuto rectángulo, el alfa y el omega de su arquitectura moderna. Por eso impera un estilo de vida minimalista que Marie Kondo resume en un mandato práctico y a la vez filosófico: debemos quedarnos únicamente con las cosas que nos haga felices y desechar sin miramientos el resto.

En Tokio, los turistas incautos lamentamos no haber sido selectivos en materia de equipaje. Los cuartos de hotel comunes y corrientes miden unos nueve metros en promedio (ya no digamos los llamados “hoteles cápsula”, una especie de colmena donde nada más cabemos recostados en posición horizontal). En espacios tan minúsculos, llevar una maleta grande y sobrecargada significa un suplicio, pues entre menor sea el espacio, mayor la facilidad con que perdemos de vista nuestras pertenencias al no acomodarlas en el mismo lugar de forma sistemática. Si viajamos en pareja o en familia, el desorden se convierte en una fuente de estrés y de disputas: en dimensiones así, dos personas buscando un objeto extraviado se estorban. Aunque estemos de paso, la ciudad nos obliga a ser organizados y minimalistas para gozar de sus privilegios.

Esa tendencia a lo esencial ha influido poderosamente en la estética nipona, incluida la culinaria. El o-bento, un platillo típico que se sirve en una caja rectangular de plástico, madera o cerámica, es el ejemplo por antonomasia. Al estilo de las viejas casas, algunos tienen varias divisiones donde los alimentos se clasifican según su naturaleza y función. Como los contenedores de Marie Kondo, cada ingrediente se distingue con nitidez y se mantiene en buenas condiciones, porque no invade el espacio vital de los otros. Puesto que el platillo en sí tiene tanta dignidad, los comensales lo degustamos con un toque ceremonioso: la destreza para manipular los hashi o palillos se fusiona con el placer de los sentidos. Así, con detalles en apariencia insignificantes, la magia de la orden comienza por transformar positivamente los objetos y los espacios; luego, a los individuos y a la sociedad entera. 

Para Marie Kondo, el cuidado de las cosas, su limpieza y organización en los lugares precisos, nos conduce al cuidado de nuestro propio ser y no al revés, como solemos pensar. Para los turistas, el simple acto de mirar de reojo a los japoneses es en sí un espectáculo. Por su alimentación sana y metódica, tienen una figura muy esbelta. La superpoblación de Tokio los obliga a realizar a diario largas caminatas y a transportarse con frecuencia en bici. Las mujeres, en particular, lucen un cabello sedoso y un cutis de porcelana. Si bien hay diferentes estilos de vestir, en ellas predomina la moda “Mori”, de colores neutros y telas holgadas hechas de fibras naturales, que mantienen la piel suave, fresca y protegida. La cultura de la prevención no distingue a una clase privilegiada: forma parte del ADN colectivo. 

En las calles de Tokio es común ver a los nipones con mascarillas quirúrgicas para no contagiarse de enfermedades virales ni transmitirlas si ya están enfermos. En un día soleado salen por lo regular con un abanico, ventilador portátil o sus inseparables sombrillas (hasta en cruces congestionados hacen malabares para sostenerlas con la mano izquierda, mientras conducen sus bicis con la derecha). Los taxistas manejan con sombrero y guantes blancos, no sólo por motivos de etiqueta, sino para bloquear los rayos UV que se filtran por el parabrisas. A decir verdad, sus precauciones a veces parecen un tanto exageradas a nuestros ojos; pero ellos profesan una devoción ancestral por los templos y han convertido sus cuerpos en uno más. 

Las reglas de convivencia que garantizan el orden obligan a los ciudadanos a respetarse, pero quienes provenimos del gaikoku o el extranjero no estamos exentos de mostrar buenos modales. Debemos informarnos previamente de cuáles son las pautas de conducta para no ser objeto de rechazo ni de sanciones administrativas. Correr al interior del metro, comer en los vagones (a excepción del tren bala o shinkansen), oír música sin auriculares, hablar a gritos, tomar una llamada telefónica en voz alta, retratar a la gente sin su consentimiento, fumar mientras caminamos o en sitios prohibidos, son las transgresiones más comunes y reprobables. Acatar las reglas de la casa hace nuestra estancia mucho más agradable y rompe con el estereotipo de que los occidentales somos maleducados. 

Tal vez nos parezca aburrida y agobiante una sociedad tan saturada de preceptos como la japonesa, pero su rígida estructura normativa nos permite disfrutar al máximo de la extraordinaria vida nocturna en Shinjuku y el barrio Golden Gai o de las estupendas celebraciones masivas. En el Sumidagawa, el festival anual de fuegos artificiales de Tokio, ni por un minuto nos sentimos amenazados entre el medio millón de personas que se congregan para contemplar extasiados la pirotecnia, ante una mínima supervisión policiaca. Sin sufrir caídas, tropezones, codazos, toqueteos deliberados ni robos, los asistentes mantienen instintivamente una distancia de seguridad casi imperceptible, pero eficaz. 

En condiciones normales, también podemos deambular a cualquier hora por Tokio, pues los índices delictivos son muy bajos gracias a la cultura de la honestidad. Los primeros días, cuando sufrimos el síndrome del jetlag y nos despertamos con hambre en plena madrugada, hay a nuestra disposición restaurantes abiertos las 24 horas, donde nos topamos a un par de nipones comiendo ramen o sushi en perfecta calma. Antes del amanecer, que en verano ocurre a las cuatro de la mañana, mujeres y hombres caminan sin compañía por las principales avenidas, con plena confianza en los demás transeúntes, que casi siempre están dispuestos a tendernos la mano en caso de emergencia. 

Películas comerciales como Lost in Translation (Sofía Coppola, 2003) han reforzado el prejuicio de que Tokio levanta a nuestro alrededor una barrera de incomunicación difícil de traspasar. Aunque por momentos la complejidad del idioma nos saque de nuestras casillas, una buena dosis de paciencia, sentido del humor y el auxilio de las aplicaciones de IPhone, nos permiten sortear sus escollos con relativa sencillez. Sin embargo, existe una herramienta más humana y cálida que no debemos desestimar: la admirable cortesía de los japoneses. Para ellos es incluso una cuestión de honor disipar nuestras dudas si no entendemos el funcionamiento de una máquina o estamos perdidos. Ni siquiera necesitamos dominar su idioma: por la globalización, ya muchos saben inglés y hasta un poco de español; si no, se esfuerzan por descifrar nuestros gestos y balbuceos en japonés. Incluso llegan a desviarse de su ruta para guiarnos y asegurarse de que hemos hallado nuestro destino. 

Según Marie Kondo, estar inmersos en un entorno limpio y ordenado nos brinda felicidad y, por ende, nos arraiga a su suelo casi por inercia. De visita en Tokio, donde experimentamos un orden total a gran escala, terminamos por sentirnos en casa, pese a las extravagancias de los japoneses. En la recta final del itinerario, resulta doloroso despedirnos por tiempo indefinido del que fue nuestro hogar durante días, semanas o meses. De vuelta a nuestro país de residencia, es bastante probable que padezcamos depresión postviaje, la nostalgia por el reino perdido. Precisamente por eso, en adelante tratamos de reproducir, consciente o inconscientemente, los patrones de pensamiento y de conducta que nos indujeron al estado de gracia oriental. Nuestro cambio de mentalidad se traduce en un cambio de hábitos que nos llena de regocijo. Éste es el suvenir más invaluable de Tokio: la magia del orden. 


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