Para participar en el cuerpo político de la nación,
cada ciudadano debe rebelarse contra sí mismo.
Hannah Arendt
La desobediencia civil se basa en la formación
de un colectivo que se niega a ser ‘gobernado así’.
Frédéric Gros
El dos de junio de 2013 tuvo lugar en un cuarto del décimo piso del Mira Hotel en Hong Kong una reunión que, entre otras cosas, habría de divulgar en el ámbito mundial una suerte de acta de defunción de uno de los derechos humanos más entrañables: el derecho a la privacidad.
La reunión fue convocada por Edward Snowden, un joven de 29 años que entonces trabajaba como administrador de sistemas informáticos en la Agencia de Seguridad Nacional (National Security Agency, NSA) de los Estados Unidos, por medio de un contrato con la empresa de consultoría en seguridad Booz Allen Hamilton.
Asistieron Laura Poitras, directora de, entre otros, los documentales My Country, My Country (2006) y The Oath (2010) y el abogado y periodista Glenn Greenwald de The Guardian, a quienes se unió en los días siguientes el periodista, del mismo medio, Ewen MacAskill.
El objetivo de Snowden era entregar a sus invitados documentación digital que mostraba de manera concluyente cómo las agencias de inteligencia de los Estados Unidos, en especial la NSA, tenía acceso las 24 horas de los 365 días del año, a información privada de cualquier persona del mundo que utilizará un teléfono celular (en 2018, alrededor de 5 mil millones de personas en el mundo, el 66% de la población mundial) o hiciese uso de internet (en 2017, más de 4 mil millones de personas, más de la mitad de la población mundial).
La filtración era la confirmación de algo que todos sospechaban, muchos denunciaban, pero que pocos podían demostrar: la escala masiva que ha alcanzado el espionaje, la injerencia arbitraria e ilegal en la vida privada de las personas y el consecuente fin del derecho a la privacidad: la distopía de un panóptico universal.
Escribí acta de defunción, pero más bien se trataba de una autopsia. Lo que documentó en detalle Snowden fueron las causas de esa defunción, el modus operandi de esa injerencia masiva: la infraestructura informática que la hizo posible, las redes internacionales por las que se desplegaba, la secrecía que la protegía y ofrecía impunidad, los alcances y usos que tenía, su financiamiento y los atajos contractuales que le facilitaron evadir la ley, sus prácticas usuales como las escuchas telefónicas, la interceptación de correo electrónico, la exploración de los datos y sobre todo, los metadatos que resguardan hasta la eternidad las redes sociales, el espionaje abierto e indiscriminado a terroristas y presuntos terroristas, a primeros ministros y presidentes de países aliados y no aliados, a empresarios y periodistas, a celebridades y… a los hijos del vecino, al ciudadano común.
Hasta ahora, seis años después, no conocíamos la versión del propio Snowden sobre los hechos ni y sus razones.
Cierto que contábamos con la excepcional película de Laura Poitras, Citizenfour (2014) que filmó en tiempo real todo el proceso de develamiento y la posterior fuga de Snowden, y los también magníficos libros de Glenn Greenwald, Sin un lugar donde esconderse: Edward Snowden, la NSA y el Estado de Vigilancia en los Estados Unidos (2014), y The Snowden Files: The Inside Story of the World’s Most Wanted Man (2014) de Luke Harding, e incluso la anodina película de Oliver Stone, Snowden (2016), pero hacía falta que el propio Snowden contará la historia en primera persona del singular.
Snowden ha dado ese paso con Vigilancia Permanente (2019, Planeta, traducción de Esther Cruz Santaella). Nos ofrece, en principio, un vivo relato de su trayectoria vital, laboral y afectiva (una suerte de Bildungsroman para la era digital), para enseguida proporcionar una crónica de los hechos y las razones que hicieron de él un denunciante, teniendo como telón de fondo las interacciones y cambios medio ambientales en los nichos de la seguridad y vigilancia y en el de las corporaciones o empresas de informática.
Vigilancia permanente puede leerse como el itinerario de la convergencia de tres mundos en transformación: el del propio Snowden, el de la internet y el de la seguridad nacional.
“Me llamo Edward Joseph Snowden. Antes trabajaba para el Gobierno, pero ahora trabajo para el pueblo. Tarde casi treinta años en reconocer que había una diferencia, y cuando lo hice, me metí en algún que otro problemilla en la oficina.”
Con esta frase inicia el relato, y como en el caso de los buenos relatos, compendia bien lo que viene después: la historia de cómo el hacker adolescente se convirtió en el “cuarto ciudadano”.
Nacido el 21 de junio de 1983 en Elizabeth City (Carolina del Norte), en el seno de una familia militar -su padre oficial de la Guardia Costera, su madre servidora pública en el Tribunal Federal de Distrito en Maryland- Snowden tuvo una infancia y adolescencia sin mayores sobresaltos, que, sin embargo, fue alterada por dos hechos: la llegada a su hogar de una computadora personal y posteriormente, el advenimiento de los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Si la computadora personal fue para el joven Snowden, a partir de un acelerado y virtuoso aprendizaje autodidacta, el ingreso a un mundo fascinante -el mundo digital, el mundo de la internet, el mundo donde incluso conocería a su futura pareja- al cual habría de sumergirse a fondo hasta llegar dominar sus misterios técnicos y navegar con toda libertad y soltura en sus laberintos, el 11/09 le revelaría las complejidades del mundo real y despertaría en él una primera conciencia civil y de sus deberes hacia su patria.
Estos dos hechos llevaron a Snowden a tratar de incorporarse a las agencias de seguridad nacional. Su primer intento fue alistarse a las fuerzas armadas (de hecho, a las fuerzas especiales de élite) a inicios de mayo de 2004, pero fue dado de baja a finales de septiembre del mismo año, ya que “se rompió ambas piernas en un accidente de entrenamiento”.
Este intento infructuoso no lo disuadió de abandonar su tentativa de trabajar en la comunidad de inteligencia.
Con una facilidad hoy seguramente inconcebible, ingresó como informático en seguridad en las instalaciones de la NSA en la Universidad de Maryland, de donde pasó después a ser consultor en la CIA. La agencia lo comisionó de 2007 a 2009, como administrador de la red informática de seguridad en la embajada norteamericana en Ginebra. Al dejar Suiza, se incorporó en calidad de empleado de una consultora privada, en las instalaciones militares de la NSA en Japón, hasta que en 2013 fue trasladado, de nuevo como contratista de una empresa privada, a Hawái para encargarse de la administración de sistemas de la NSA.
Al relatar esta trayectoria laboral, Snowden sabe que lo importante no está tanto en sus itinerarios laborales al interior de la burocracia de la comunidad de inteligencia, sino en el hecho de que gracias a este itinerario pudo conocer de primera mano y con gran detalle, por un lado, los alcances globales que estaba alcanzando la infraestructura de vigilancia (infraestructura que estaba ayudando a edificar) y, por el otro lado, y esto último con creciente asombro e indignación, cómo las actividades de vigilancia eran cada vez más intrusivas y violatorias del derecho a la privacidad o, dicho de otra manera, como las actividades de seguridad rebasaban de manera regular los límites legales y constitucionales a las que deberían sujetarse.
Snowden dedica varias páginas a estos temas, y en muchos sentidos, es aquí donde reside la relevancia de estas memorias.
En principio porque documenta de algún modo la emergencia de lo que Zuboof llama “el capitalismo de vigilancia”, un capitalismo nacido del maridaje entre el mundo de la informática y el de la seguridad nacional y que en el trayecto transformó radicalmente a ambos: la internet pasó de ser la utopía de la libertad y el mundo sin fronteras, a la distopía de la amenaza continua -y monetizada- a la privacidad, en tanto la jurisdicción de la seguridad nacional -la protección a los ciudadanos, la legítima defensa nacional- se convirtió en la potestad de una vigilancia sin fronteras y sin ley. Aquí, por cierto, el relato se ocupa también en detallar los vericuetos técnicos que hacen posible tal maridaje y de las astucias de Snowden para superar los no pocos obstáculos que le llevaron exitosamente a la delación.
Es con este escenario que Snowden va pasando de la confusión al desencanto, de este a la preocupación cívica y de ahí a la denuncia. Sí su ingreso al espionaje y las instituciones de seguridad nacional fue motivado en mucho por el sentido del deber cívico derivado de los eventos del 2001, su salida se debió a una agudización de ese sentido del deber -que se convirtió en disidencia cívica- y a la comprensión nada ambigua tanto de lo que podría y debería hacer como de las consecuencias que ello habría de tener en su vida y en la de sus seres más cercanos y queridos.
En este sentido el relato de Snowden, además de estar escrito con mano ligera y precisa, es del todo transparente y honesto. No trata de engañarse o engañarnos con un relato en el que su sentido del deber siempre fue claro y firme. Por el contrario, y sin duda contra sus instintos en favor de la privacidad, expone sus dudas, desdobla las etapas de negociación consigo mismo, muestra el sentimiento de soledad y aislamiento ante una iniciativa que exigía la mayor secrecía, la extenuación física y emocional en que se encontró en varios momentos (agravados por la epilepsia), la decepción y desencanto de su gobierno, así como la vergüenza e incomprensión ante la indiferencia de sus colegas, sus muchos y justificados miedos que lo descubrieran y, ante todo, de lo que vendría para y él y su compañera después de la denuncia.
Sólo desde el cinismo puede desestimarse el coraje moral y cívico de las acciones de Snowden. Su denuncia se enmarca dentro de la tradición de la desobediencia civil, una tradición a la que él apela directamente y que lejos de ser un desafío a la democracia, es uno de sus sustentos.
Quizá sea excesivo hablar de que, en el ámbito de la seguridad, el espionaje y la vigilancia, hay un antes y un después derivado de la denuncia de Snowed. Él mismo no se hace muchas ilusiones al respecto. En 2017 escribió: “Un único acto de denuncia no cambia la realidad de que hay porciones significativas del gobierno que operan bajo la superficie, donde el público no puede ver. Esas actividades secretas continuarán a pesar de las reformas”.
Lo que por ahora parece razonable esperar, es que las posibilidades de que se realicen labores ilegales e intrusivas de vigilancia estén cada vez más acotadas por la ley y por las exigencias de rendición de cuentas. A este respecto Snowden es más un poco más optimista: “Pero aquellos que realizan esas acciones [de espionaje ilegal] ahora deben vivir con el miedo de que, si se involucran en actividades contrarias al espíritu de la sociedad -si un ciudadano es catalizado para detener la maquinaria de injusticia- puede que sean obligados a rendir cuentas”.
Posiblemente deberán pasar varios años para que tengamos una más clara comprensión del impacto real sobre la libertad -y, por extensión la democracia- que tiene la injerencia arbitraria e ilegal sobre la vida privada de los ciudadanos. Entre tanto hemos de reconocer que Edward Snowden nos ha impulsado a tomar en serio este hecho y que su denuncia es un paso en la dirección correcta no sólo para recuperar el derecho a la privacidad, sino también para recordarnos, como apunta Antonio Muñoz Molina: “el valor de la rebeldía y la disidencia personal, el modo en que alguien comprende que para ser fiel a lo que le dicta su conciencia ha de arriesgarse a la persecución, a la calumnia, a la cárcel.”
Nota sobre las fuentes: Los dos epígrafes provienen de Desobedecer (2019) de Frédéric Gros. // El derecho a la privacidad forma parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que proclamó la Asamblea de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 y que en el Artículo 12 asienta: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. // Las cifras sobre el uso mundial de internet y de celulares son de Cepal (2018): Datos, algoritmos y políticas. La redefinición del mundo digital. // El concepto de “capitalismo de vigilancia” ha sido desarrollado por Shoshana Zuboff (2015) en “Big other: surveillance capitalism and the prospect of an information civilization”, Journal of Information Thecnology, 30. // La reflexión de Snowden sobre los alcances de sus denuncias provienen del prefacio que escribió para el libro de Jeremy Scahill y el personal de The Intercept, The Assassination Complex: Inside the Government’s Secret Drone Warfare Program (2017). // La cita de Antonio Muñoz Molina es de su artículo “El traidor, el héroe” (2019).