La confianza absoluta en el testimonio de una mujer es un principio clave de los movimientos feministas contemporáneos. El hashtag #YoSíTeCreo se ha usado para validar a priori las denuncias de violencia de género divulgadas en las redes sociales a raíz del #MeToo. Este acto de fe tuvo una razón de ser: nació con el propósito de contratacar la respuesta pavloviana de la opinión pública, que hasta la fecha se distingue por desacreditar en automático a las denunciantes y culparlas de las agresiones sufridas, una práctica conocida como “revictimización”, que busca delegar la culpa en la parte acusadora: “¿Por qué andaba con él? ¿Por qué no lo dejó a tiempo? ¿Por qué no lo denunció antes? ¿Por qué se vistió así? ¿Por qué salió sola? ¿Dónde estaba su madre en aquel momento?”. Como la revictimización es una táctica que no sólo se propone enlodar la reputación de la principal afectada, sino además se extiende a otras mujeres de su círculo, urgía demostrar sin titubeos el apoyo colectivo del sexo femenino hacia sus congéneres, una fuerza llamada “sororidad”.
Con bandera de feministas, en calidad de mujeres adultas y librepensadoras, hemos defendido en los espacios públicos y privados nuestros derechos y libertades frente a los grupos tradicionalistas que intentan atarnos de pies y manos para su propia conveniencia. Una sociedad misógina y autoritaria, que cobra la vida de al menos nueve mujeres al día, necesitaba esos actos de sublevación para ponerse límites de una vez por todas. No obstante, otras mujeres y yo hemos advertido desde hace tiempo que el ejercicio de esos derechos no se respeta ni se defiende con el mismo denuedo al hacer críticas constructivas a nuestro propio movimiento y a sus militantes, al señalar las fallas y las arbitrariedades de los mecanismos para denunciar a un presunto agresor, o bien, al poner en tela de juicio el dogma de que “inculpado es sinónimo de culpable”, de cuyos estragos nos alertó Margaret Atwood en su artículo Am I a Bad Feminist?
La semana pasada defendí en mi cuenta de FB a un profesor de la UAM Iztapalapa que hace unos días apareció en el tendedero feminista de mi alma máter, donde fui su asistente de investigación durante un año. Con base en mi experiencia y con toda la objetividad posible, afirmé que él era un hombre honorable, respetuoso, profesional y sumamente estricto como docente, pero equitativo con hombres y mujeres: a mis ojos, nada más lejos de un enemigo patriarcal. Por ello sospechaba que tal vez un resentido había intentado vengarse de él a través de los tendederos, una posibilidad bastante plausible en un medio donde no son excepcionales los actos de mezquindad. Puesto que el profesor no es muy conocido fuera del gueto filosófico, y pocos de mis contactos lo habían tratado, pensé que bastaba mi trayectoria de “feminazi” (como nos apodan en son de burla a las feministas recalcitrantes) y mi nombre y apellidos para respaldar su inocencia.
Pero oh, sorpresa, resulta que por arte de magia ya no aplicaba para mí el #YoSíTeCreo. Ya no era buena por naturaleza ni digna de confianza por el solo hecho de ser mujer, como algunas fundamentalistas afirman, sino una alcahueta, una traidora, una aliada del patriarcado, lo que hoy en día equivale a pertenecer a las Juventudes Hitlerianas. Si se expidieran credenciales de feminista, sin lugar a dudas habría perdido la mía ipso facto. En el lapso de unas horas me eliminaron de FB unas 70 mujeres, no sin antes acusarme de invalidar la narrativa de la alumna o alumnas que habían hablado mal de ese abusador, como lo definieron en automático. No parecían reparar en que también estaban invalidando mi narrativa, porque contradecía el dogma de que todos los hombres en una posición de poder abusan de nosotras. Mis detractoras tampoco se cuestionaron si los anónimos realmente habían sido escritos por una mujer o mujeres, cuando no hay, que yo sepa, una vigilancia 24/7 de los tendederos, como para asegurar que un alumno o colega resentido no cuelgue un infundio a la menor oportunidad. Para ellas no había lugar a discusiones: se trataba de una víctima y punto.
Pero lo más grave es que ninguna me preguntó, ni siquiera por curiosidad, cuál era el contenido de los anónimos. Es decir, no sabían ni qué faltas se le imputaban al maestro: asumieron sin más que se trataba de un depredador sexual (tipo Harvey Weinstein o Plácido Domingo). Su reacción pavloviana no puede pasarse por alto porque, en la amplia gama de conductas etiquetadas como machistas, hay unas que son delictivas y otras que no lo son. Castigar por igual el mansplaining y la violación es un claro atropello; pero la disposición de castigar sin saber ni qué diablos castigan es aberrante. Ellas habrían podido unirse sin mayor trámite a las huestes del General Pancho Villa, que decía con cinismo: “Primero mato y después averiguo”. Pero en nuestro contexto histórico, justo cuando intentamos sumar esfuerzos para construir una sociedad plural y democrática, no debemos aplaudir las prácticas autoritarias y las mujeres no somos la excepción a la regla. Apelar al mito de la maldad intrínseca de los hombres, que sostienen con ahínco las RadFem o separatistas, sirve de coartada perfecta para que se desgarren las vestiduras o se laven las manos si en un momento dado nos piden a nosotras rendición de cuentas.
Sin afán de generalizar ni desacreditar nuestro proyecto de reforma social, esa actitud abiertamente acrítica, intolerante y punitiva que adoptan algunas feministas ante el menor cuestionamiento cumple con la función de atemorizar y segregar a quienes pongan en duda uno solo de sus preceptos. Cuando hay diferencias de opinión en temas nodales, aplican el girlsplaining: se dirigen a ti como a una menor de edad y te recuerdan con bolitas y palitos el ABC del feminismo. Si no cambias de opinión, entonces te lanzan un arsenal de burlas y comentarios peyorativos a fin de callarte la boca. Pero no perdamos de vista que la censura tiene como origen el miedo en sí: en su caso, el miedo de que las feministas perdamos la fuerza y el protagonismo que tanto nos ha costado adquirir para luchar contra la violencia de género y desigualdades sociales que muchas hemos sufrido en carne propia. No obstante, el dogmatismo y el abuso de poder nunca han fortalecido los cimientos de los movimientos políticos; tampoco habrán de fortalecer los nuestros. El #YoSíTeCreo no debería ser selectivo ni privilegio exclusivo de las mujeres que nos dan la razón incondicionalmente. Ni siquiera entre feministas podemos descartar la posibilidad de equivocarnos, porque sin pensamiento críticos estaremos cavando la tumba de nuestras mejores intenciones.