Hoy, desde mi encierro, clamo, reclamo y proclamo mi nostalgia por la ciudad, que ahora me resulta inalcanzable; ajena, sus calles, sus plazas, sus edificios, sus jardines. Todo ajeno, salvo las cuatro paredes de mi casa, en la que transcurren mis días, y hasta nuevo aviso.
Como toda urbe, Aguascalientes es una ciudad que se lee. Leer, como informa el Diccionario de la RAE: comprender el sentido de cualquier tipo de representación gráfica.
Recorrerla, detenerse a observarla, sus edificios, sus calles, y guardar silencio, significa hacer una lectura sobre quienes la edificaron y experimentaron, como si las voces y los gritos y las miradas de sus habitantes y observadores, actuales y pasados, rebotaran contra las paredes y los vidrios y se nos regresaran en las formas de las construcciones, en sus majestades o vulgaridades, en lo que destaca o pasa desapercibido, en los materiales que las constituyen, y, en fin, en las vidas que se han vivido en sus interiores.
Cada inmueble habla de su tiempo; de lo que fue agradable y posible en el momento de su construcción, de aquello que vibró en el espíritu de quienes lo impulsaron, y aquí tenemos dos ejemplos, un par de edificios, separados por el tiempo de su edificación, pero juntos en el espacio y en este tiempo que nos ofrece la oportunidad de contemplarlos; o al menos eso espero. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].