…ellas son heridas abiertas, dos cuerpos vacíos.
Carlos Prado
La ficción suele nutrirse de la realidad, pero hay momentos en que esta se alimenta de aquella. Una y otra, como espejos enfrentados, se devuelven una imagen en que las fronteras parecen difuminadas o, en todo caso, se han vuelto, de manera fugaz, irrelevantes.
El pasado viernes 14 se dio a conocer que el niño de dos años Dylan Esaú había regresado sano y salvo a casa después de que un operativo de la policía de Chiapas lo rescató del secuestro que sufrió el 30 de junio en el Mercado Popular del Sur en San Cristóbal de las Casas.
El niño fue entregado a su madre, Juana Pérez, por las autoridades quien, según las notas periodísticas, además de manifestar su felicidad y agradecer a las autoridades su trabajo, omitió cualquier mención sobre la responsable del secuestro.
Esta última, de 23 años, sí dio a conocer sus motivos. Según declaró a las autoridades ministeriales “había intentado varias ocasiones tener un hijo, pero no fue posible, se había separado de su pareja, había simulado un embarazo con el que pretendía que él regresara con ella”.
Por su parte, el fiscal declaró que “el niño está muy bien de salud. Afortunadamente, las condiciones en las que lo tuvo la hoy imputada fueron humanas, lo alimentaba y cuidaba. Ella refiere que se encariño con el niño.”
En realidad, no tenemos modo de conocer ni la angustia y desazón que vivió la madre de Dylan en esos 44 días, ni los impulsos profundos que llevaron a Margarita “N” a tratar de compensar con el secuestro su, hasta ahora, fallida maternidad.
Para ello se requiere contar con una imaginación moral capaz de entrever a fondo, por un lado, la ventura de tener un hijo deseado y la angustia y el desamparo de perderlo, y, por el otro el profundo dolor de no poder concebir al hijo anhelado y los delirios a que se puede llegar por obtener lo que la naturaleza se niega a conceder.
Carezco del talento y de la suficiente imaginación moral para ello. Pero, por suerte, no todos padecemos de dicha privación que, cabe añadir, sustenta los mejores impulsos narrativos. Y, como ninguna otra novela reciente o no tan reciente, Casas Vacías (Sexto Piso, 2019) de Brenda Navarro nos permite entrever lo que pudieron haber significado esas experiencias de maternidad quebrada y maternidad esquiva que está en el corazón de la historia de San Cristóbal de las Casas.
La novela de Navarro –admirable por la densidad y fuerza de los contrastantes registros lingüísticos de los monólogos que la componen, por la matizada agudeza con que borda la desesperación y anhelos de sus protagonistas, por la virtuosa y ardua economía con que va desplegando la historia– nos hace escuchar las voces de dos mujeres, cuyos nombres desconocemos, que han unido sus vidas por el secuestro del hijo de tres años de una, para quien el niño lleva el nombre de Daniel, que consumó la otra, quien llamará al niño Leonel. A lo largo del relato y de forma alternada, las mujeres hablan de sus angustias y esperanzas, de sus razones y sinrazones. Conocemos también el mundo en que cada una de ellas vive no sólo la desolación de no encontrar la plenitud que ofrece la tan equívocamente ennoblecida maternidad, sino tampoco su lugar de realización –su cuarto propio– dentro del mundo social y familiar, tan distintos uno del otro, donde viven.
Así, la evocación, la búsqueda de sus hijos –el propio para una, el impropio para la otra– es una forma de indagar por su vida, no para diluir sus faltas en el olvido o disolver sus culpas en el remordimiento, sino para escudriñar en sus heridas, en las dimensiones de su vacío. De ahí que la ausencia del hijo –sea Daniel, sea Leonel– devela una ausencia mayor: la de ellas mismas en su propia vida, la de no poder “sentirse vivas, humanas de verdad”.
Y, sin que sea una impostura, en las explicaciones que ofreció Margarita “N” al hablar de porqué se llevó y cuidó con esmero y cariño a Dylan, podemos escuchar un conmovedor eco del monólogo en que la mujer se explica a sí misma sus esperanzadores motivos por los que llevó a su vida a Daniel y el desasosiego y equívocos que siguieron a ello.
Las semejanzas entre la historia de Dylan, Juana Pérez y Margarita K. con la de Daniel, su madre y su raptora no son, desde luego, absolutas ni puras en su trazo geométrico, pero si son lo suficientemente inquietantes en lo que se refiere a la desoladora, contradictoria y, pese a todo, solitaria atmósfera en la que las cuatro mujeres viven o transitan por su quebrada o esquiva maternidad. Las afinidades surgen, entonces, de que comparten un mismo espacio de…
Si algo dejan en claro sus historias es que la maternidad y el anhelo mismo de la maternidad no es ese feliz destino manifiesto que solemos festejar el día de las madres. Pero Navarro tiene el talento y la inteligencia necesaria para, sin dejar de mostrar la omnipresencia y crueldad del patriarcado, evitar regodearse en las trivialidades del panfleto feminista o en la denuncia vacua y sus innumerables y aburridos tópicos. En Casas Vacías no hay sitio para los estereotipos ni para el victimismo. Sus mujeres portan una condición humana más real, más plausible y más entrañable: son, al mismo tiempo, emocionalmente frágiles y enérgicas, bondadosas y crueles, previsibles en su estoicismo e inadvertidas en sus elecciones, confundidas por la culpa y el autodesprecio y dueñas de una claridad luminosa.
Casas vacías es, en fin, un doloroso y vivo testimonio de las trampas de la fe en la maternidad idealizada, sea irritantemente alcanzada o furiosamente ansiada. En este sentido, la convergencia de la historia ficticia de las mujeres de Casas vacías con la historia real de Juana Pérez y Margarita “K” parece advertirnos cuán inmersos estamos ya en una realidad tan terrible y dolorosa sin siquiera darnos cuenta.