Estoy pensando en dejarlo: un viaje hacia la belleza de la soledad/ Extravíos  - LJA Aguascalientes
18/05/2025

Todo es representación; 

pero la representación devora a quien la realiza.

Juan García Ponce

 

En Estoy pensando en dejarlo (2020), Charlie Kaufman profundiza su indagación en torno a la soledad y los intrincados laberintos –mentales, afectivos, emocionales– para lidiar con ella. Esta vez adelgaza el espesor de dichos laberintos y no sólo ubica a sus personajes en entornos muy estrechos, asfixiantes en muchos sentidos –el auto, la casa de los padres, la escuela preparatoria–, sino que las vías de escape que les proporciona son, además de fugaces, ilusorias, ancladas en la fantasía, la confusión de recuerdos, la mudanza de identidades y las vueltas en el tiempo, en tanto una tormenta de nieve los rodea acentuando su aislamiento y desolación.

Inspirada, más que adaptada, en la novela homónima del canadiense Iain Reid, Estoy pensando en dejarlo relata lo que parece ser la historia de una joven pareja en crisis, Jake (Jesse Plemons) y Lucy (Jessie Buckley), que van a visitar a los padres de Jake, (Toni Collette y David Thewlis) en su granja.

Pero nada de lo que ocurre desde un inicio parece atenerse a las leyes de la normalidad, cualquiera cosa que pueda significar esto. El largo trayecto hacia la granja, la estancia incómoda en esta, el viaje de retorno a casa, la parada en Tusley Town Ice Cream, el encuentro con el conserje de la antigua escuela secundaria y el delirante y enigmático final no es sino un viaje por la perpetua oscuridad de una mente extraviada, una mente que absorbe todo lo que considera indispensable para sobrevivir y que, sin embargo, se enmaraña en un solipsismo angustiante. 

A diferencia, por ejemplo, de las camaleónicas transformaciones de Leonard Zelig en Zelig (1983) de Woody Allen, de las fantasías narcisista del narrador de El club de la pelea (1999) de David Fincher, de los extravíos paranoicos de John Forbes Nash Jr. en Una mente brillante (2001) de Ron Howard o de las desvaríos alucinantes de Betty Elms en Mulholland Drive (2001) de David Lynch, el mundo que desde su perenne fragilidad se ha creado para sí mismo Jack, está constituido por una infancia y adolescencia infeliz y solitaria y los anhelos siempre nulos de encontrar una “mujer que pueda decir que es mía”, pero también está poblado por las quimeras que le proporciona el cine, los musicales, la ciencia, la pintura y la literatura. El de Jack es un mundo habitado por criaturas que tratan de mitigar su soledad.

En ese mundo no es para nada insólito que se alternen la poesía de William Wordsworth y Eva H.D con los recuerdos traumatizantes de cerdos siendo devorados en vida por los gusanos, la ferocidad crítica que desplegó Pauline Kael contra Una mujer bajo influencia (1974) de John Cassavetes con el envejecimiento y rejuvenecimiento repentino de sus padres, la aparición del viejo y enigmático conserje de la escuela preparatoria (Guy Boyd) donde estudió Jack con digresiones en torno a Guy Debord, Tolstói, Goethe, David Foster Wallace, la pintura de Ralph Albert Blakelock con las reiteradas sacudidas de un perro y, en fin, con el continuo cambio en la identidad de Lucy, como si fuese una evocación instintiva y reiterada de las primeras líneas de “Ah, que tú escapes, el poema de Lezama Lima: “Ah, que tú escapes en el instante / en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.


Esta permanente inestabilidad identitaria tiene un eco en la disolución de las fronteras entre el pasado y el presente, entre los espacios recordados y los imaginados, la cordura y la demencia, los anhelos y los temores y en el hecho de que Lucy, Jack y sus padres hagan visible y enuncien su posible realidad para enseguida modificarla o ponerla en suspenso sin que tengamos certeza no solo de quién habla, a quién y desde dónde se le habla, quién escucha y qué escucha, quién recuerda y evoca, sino también qué edad tienen los padres y en qué línea del tiempo se ubica la historia.

La mente de Jack parece operar como un dispositivo –en el sentido que dieron Foucault y Deleuze al término– es decir, como una red heterogénea de elementos que pertenecen a lo dicho y no dicho y que interactúan como en un juego en que estos elementos han de redefinir una y otra vez su posición y funciones. Hay en este juego una constante vuelta del sujeto sobre sí mismo que no termina de sosegar su ánimo ni de fijar su verdadero rostro, su fidedigna voz.

Lucy es aquí el dispositivo crítico: en ella y sobre ella es que parece girar toda esta inestabilidad. Su volatilidad emocional y su indecisión para dejar o no su relación con Jack, su continua perplejidad y ansiedad, y el incesante deslizamiento de su identidad que, de un momento a otro y sin aviso previo, puede ser poeta, pintora, mesera, científica o llamarse Louisa, Lucia o Ames sin dejar de ser siempre la misma, van impulsando y delineando el itinerario de Jack de tal modo que, no sin trazar una paradoja, al tiempo que pretende afirmar la singularidad de su representación real no deja de hacer manifiesta su naturaleza fantástica, su presencia ilusoria hasta llevar a Jack a reconocer que aun así, en esa condición imaginaria, su amor es imposible como inevitable su destierro del reino de los afectos lo que, finalmente, lo conduce a una renuncia última y a “acabar con las cosas”. 

Esta renuncia se presenta como una ceremonia de los adioses, donde, después de que el conserje se despide de Lucy, se pone en escena una coreografía que habrá de conjurar el engaño, de precipitar la eliminación, literal y metafórica, del sujeto que desea, que ha combatido toda su vida contra sus carencias afectivas o, para decirlo con Lacan, contra su imperativo de llegar a ser el “deseo del deseo del Otro”, el deseo de reconocimiento por parte de otro.

Al final, anunciando que la introspección ha cesado, la ceremonia remata con la amalgama de la puesta en escena de Oklahoma con la entrega del premio Nobel, conclusión en que, hasta donde es posible en el mundo de Jack, aparentemente todo parece ir realineándose al principio de realidad: ahora el mismo Jack y sus creaturas han envejecido como si advirtieran finalmente lo vano que es no solo tratar de engañar al tiempo, sino también a su fantasmagoría presencia. 

El resto es silencio, un silencio desolador y enigmático pero, a su vez, profundamente compasivo. 

Kaufman, que no busca distanciarse de sus personajes ni apoyarse en cualquier presunción clínica, logra en Estoy pensando en dejarlo un equilibrio tan angustiante como sobrio y conmovedor al otorgar al mundo de Jack contornos de una belleza sobrecogedora que recuerda por momentos a la Primera Elegía de Rilke: “La bello no es / sino el comienzo de lo terrible, lo que todavía soportamos / y si tanto lo admiramos es porque su serenidad desdeña / destrozarnos”.


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