La semana pasada tuve mi primera consulta médica a través del iPhone, algo que hace veinte años, cuando era adolescente, me habría sonado a pura ciencia ficción. Agendé mi primera cita con una dermatóloga que me recomendaron y, tras descargar la app del consultorio, sostuve una pequeña charla con ella por videollamada. Conforme pasa el tiempo he desarrollado la cualidad de ser breve, directa y sincera, en especial si de patologías se trata. Expusimos la mía como si fuera un silogismo: yo planteé las premisas y ella sacó la conclusión más lógica. “Mira, hay dos caminos –diagnosticó–. El primero es el tradicional, a base de cremas y ungüentos que no curan tu problema, pero te ayudarán a controlarlo. El segundo es el alternativo, a base de isotretinoína, que lo arrancará de raíz, pero presenta dos inconvenientes: no puedes embarazarte ni beber alcohol durante un año. ¿Cuál prefieres?”.
Sin pensarlo dos veces, opté por el segundo. No todos los signos de la edad son negativos. Conforme pasa el tiempo, cuando estoy frente a una encrucijada, cada vez gana más terreno mi sentido práctico, pues baso la mayoría de mis decisiones en cálculos de inversión, pérdidas y ganancias, no tanto en cuestiones emocionales. En el pasado los miedos y los titubeos me habrían obligado a dar un largo y absurdo rodeo. Pero tras pagar muchos platos rotos me he vuelto más fría y calculadora, rasgos que condena el imaginario colectivo en nosotras las mujeres, por interpretarlos como signos de vileza, mientras en los hombres los aplaude.
Al margen de los roles de género, la determinación no es una cualidad que nazca en maceta. Luego de aclarar que no tenía intenciones de ser madre, ni ahora ni nunca, la dermatóloga insistió en un issue que, por lo visto, hace flaquear a la mayoría de sus pacientes: la abstinencia. “¿Un año sin alcohol? ¿Estás segura?”. Por la seriedad de su tono, medité por un momento en el papel que desempeña el alcohol en mi vida. Hasta ahora he sido lo que se llama bebedora social. Me pregunté si echaría de menos mis tragos de vino blanco y de rosée en fiestas y convivios, pero mi poca resistencia al alcohol (dos o tres copas me inducen al sueño) y el factor pandemia disiparon mis dudas. Desde que empezó el confinamiento y se redujo drásticamente mi trato directo con los demás, he podido ejercer un mayor control sobre mis hábitos. En el transcurso de 2020, con planes alimenticios en mano que me recetó una nutrióloga, perdí 15 kilos de sobrepeso. Ese mismo año tomé clases intensivas de japonés con un empecinamiento que incluso a mis ojos caprichosos parecía insólito en ciertos momentos: ¿por qué clavarme justo ahora en un idioma tan endemoniadamente difícil cuando no cuento con dinero suficiente ni permiso para visitar Japón? Las fronteras del País del Sol Naciente siguen cerradas hasta la fecha, pero el esfuerzo cobró sentido cuando, a solicitud expresa de algunas personas, empecé a impartir clases privadas de japonés, lo que se ha convertido en una fuente modesta pero valiosa de ingresos en tiempos de recesión económica.
En un viaje a Bacalar platiqué con un joven ortodoncista que había pasado por una fuerte depresión, la cual afectó su rendimiento académico justo cuando estudiaba un máster en Costa Rica. Con base en esta experiencia, él sostenía que cuando adquieres alguna habilidad, la que sea, por obra del empeño consciente, metódico y prolongado, fincas las bases para superar barreras que no guardan relación aparente. A fin de mitigar las secuelas de su crisis, empezó a correr todas las mañanas hasta convertirse en un runner que llegó a participar en algunos maratones. Fortalecer su resistencia física repercutió de forma positiva en su desempeño intelectual, pues logró concluir el posgrado con honores y entablar vínculos sólidos con sus maestros y colegas.
En mi caso el haberme convertido en vegetariana, para bajar de peso y mejorar mi estado de salud, sentó unas bases sólidas que luego me abrieron camino para emprender estudios de japonés, que requieren de tanta paciencia, disciplina y sentido de compromiso como un cambio drástico y permanente de dieta. Por estos antecedentes, ni me inmuté cuando mi dermatóloga me impuso lo que para otros sería una tortura china: un año sin alcohol. Yo más bien lo interpreté como un nuevo desafío. Sentí curiosidad de saber adónde más podía llevarme mi fuerza de voluntad si pasaba esta prueba en apariencia insignificante para mí.
A propósito del Día Internacional de la Mujer, quise sacar a colación estas anécdotas para subrayar que las virtudes estoicas no son pasivas en absoluto: se traducen en una praxis que conecta de modo íntimo el cuerpo con el espíritu, para la consecución de nuestros más preciados anhelos. Es una vía de empoderamiento silencioso y humilde que las mujeres no debemos desestimar, mucho menos en esta época de caos global, cuando más oportunidades se nos presentan para rediseñar nuestras vidas gracias al encierro prolongado, que puede resultar en un feliz experimento en medio de tantas desgracias. A mi juicio, éste (no el del Palacio Nacional) resulta el mejor parapeto que hoy en día podemos levantar contra las hostilidades que nos reserva el mundo, donde abunda la gente sin eje de rotación, que no ha puesto en sintonía sus acciones con sus deseos y revienta en estallidos de violencia bajo cualquier pretexto. No siempre tendremos control sobre lo que sucede a nuestro alrededor, pero sí las armas para conseguir que incluso la vibra más negativa opere a nuestro favor.