Releía a Cortázar durante las vacaciones. Sí, lo extraño. Yo, y seguramente muchos otros y otras a los que sus libros nos marcaron en algún momento de nuestra vida. Él nos enseñó cómo llorar con decoro, cómo dar cuerda al reloj, cómo comportarnos en los velorios. Nos mostró el encanto juvenil de París y cómo los encuentros fortuitos son los únicos verdaderos. Nos hizo temer a los médicos que usan medias de mujer, y a que un día al quitarnos el reloj brote sangre y veamos las huellas de unos dientes muy finos.
Diseño una cartografía maniaca de los tics de la raza humana; clasificó a esos seres estúpidos y maravillosos según su rol social y su cotidianeidad con más lucidez y agudeza que cualquier antropólogo: en qué categoría nos encontramos lo determina cómo usemos la pasta dental o nuestra forma de viajar. Quizá su mayor enseñanza sea a no resignarnos a todo aquello que el hábito termina por desteñir, lamiéndolo hasta darle suavidad satisfactoria, a ser capaces de ver con nuevos ojos lo ya visto: pues para Julio lo verdaderamente maravilloso y extraordinario se aloja en lo que en apariencia nos resulta más ordinario. También nos enseñó (¡gran enseñanza!) que la seriedad no es sinónimo de solemnidad. Cada una de sus líneas comporta la seriedad del que se juega la vida por la literatura; pero nunca es solemne. Julio, el inmortal, el eternamente joven, el adolescente perpetuo, el idealista radical, Julio el que ahora recuerdo y echo de menos.
Historias de cronopios y de famas y Un tal Lucas son quizá sus libros más juguetones. Julio nunca teme a divertirse mientras escribe, por el contrario: parece que una de las condiciones necesarias de la escritura es la diversión. Aun así nunca es víctima de los temibles males de la posmodernidad: la ironía corrosiva, la burla ignorante o la pose trivial. Juega, pero su juego es tan inofensivo como extraordinario. Cada una de sus líneas nos acerca un paso más hacia la felicidad. A fin de cuentas, ¿acaso no la felicidad es el conglomerado de las nimiedades más trascendentes?
También fue un escritor comprometido con causas sociales, aunque esta faceta sea una de sus más polémicas y una que me aleja un tanto de él. Alguna vez dijo que la revolución cubana le había mostrado su estupidez e ignorancia política, y la redacción del Libro de Manuel le trajo muchos sinsabores y críticas de sus compatriotas. Sabemos que cada moneda que tenía trataba de mandarla a Nicaragua, país al que fue y que le esperanzaba. E inspirado en la figura del que consideraba su hermano desconocido, el Che, nos regaló hermosos versos y alguna narración.
Rayuela, para mí y para muchos de mi generación, es nuestra Bildungsroman. No sólo eso. Rayuela es quizá una de las obras más transformadoras, arriesgadas y profundas del siglo veinte en castellano. Pocos, en algunas de sus mejores líneas, pueden acercarse a su magnetismo irresistible. Incluso el mismo García Márquez, mucho más popular, nunca dejó de afirmar que Julio, como ser humano y como escritor, fue la persona más importante que la vida le dio la oportunidad de conocer.
Julio, mientras tanto, escribía en su pequeño departamento parisino. Escribía como amateur, porque la profesionalización de la escritura le privaría de su rol terapéutico y recreativo. Julio también leía, aunque cada vez menos, y escuchaba a sus amados Charlie Parker y Thelonious Monk. Compartía la vida con su amada Carol, y su amistad con Cristina. Amante del box, alguna vez afirmó que en este, al igual que en el amor, todo es cuestión de distancia. Pero hay distancias irremediables. A la muerte de Carol, viajó, viajó mucho tratando de evadir el espacio que le atormentaba con los recuerdos del amor perdido. El 12 de febrero de 1984 nos dejó, acompañado de su primera mujer y su gran amiga Aurora. Se especula que fue víctima del VIH, a causa de una transfusión sanguínea a la que fue sometido en Francia años atrás.
Cortázar, sin duda, siempre será el mayor de los cronopios.