Traductor traidor. Así se les consideraba a todas las personas que traducían una lengua a otra. Aquellos que compartían el conocimiento desarrollado por un pueblo con otro pueblo. Aquellos que se oponían a las fronteras y a la ignorancia. ¿Qué haríamos sin traductores? Gracias a estos es que ha avanzado el conocimiento en todo el mundo, que se han roto barreras y se han tendido puentes.
La Malinche fue traductora y por esa razón ha sido vapuleada por la historia. En nuestra imaginación histórica ella y los tlaxcaltecas son los grandes traidores, pues según su creencia gracias a ellos los españoles pudieron conquistar a los aztecas. ¿Tienen pruebas? No, pero tampoco dudas. Traducir parece ser un crimen histórico, una condena sin juicio, un cadalso.
La explicación de eso tiene raíz en la división de los reinos. Ahora nosotros cuando nos enfrentamos a un mapa vemos países bien definidos, algunos con grandes extensiones de tierra, otros que podemos tapar con un dedo. No imaginamos que esas líneas divisorias son en realidad bastante nuevas dentro de la historia. Pero sobre todo tenemos arraigada la idea de su inmutabilidad. Las fronteras no se mueven, son estáticas como montañas, por eso nos causa extrañeza cuando hay algún cambio en el mapa actualmente. Que si Cataluña se quiere independizar de España, que si Marruecos quiere que reconozcan cierto territorio sahariano como suyo, que si hay prorrusos en Ucrania que quieren anexionarse a Rusia. Las fronteras son algo que siempre ha fluctuado, sin embargo, el tiempo que tardan en moverse ahora es mucho mayor que antes.
Antes las fronteras cambiaban mucho, las invasiones, agresiones y ataques entre señores feudales que anexionaban territorios o los perdían causaban que no existiera un mapa como lo hay ahora. De ahí que muchas veces más que el lugar, las personas se conocían por el idioma que hablaban. Decir: soy de El Rosario no decía nada, podía haber mil El Rosario, pero decirlo en español, daba una idea de cuál era la procedencia de la persona que lo pronunciaba, decir una palabra específica, daba a conocer la zona (como actualmente se hace). Uno pensaría que el secreto de la lengua sería algo que se guardaría celosamente, pero no es así. No se podía esconder la lengua por el simple hecho de que no había reglas para las lenguas, pocas tenían gramática, pocas podían aprenderse metódicamente y peor aún, pocas personas sabían leer o escribir, así que el conocimiento escolástico estaba en pocas manos. Pocas manos que construyeron un discurso proteccionista y nacionalista en el que incluyeron la lengua como algo identitario que había que proteger de los otros; que había que presumir y no dejar de hablar, que no debía contaminarse con otros idiomas como si de un color de piel o religión se tratara; que por ello te permitiera reconocer al extranjero y cuidarse de él.
Sin mapas y con lengua, se identificaba la gente. No se conocían las banderas, la heráldica era una disciplina que se enseñaba para identificar todas las banderas y escudos de armas que había en las cercanías, pero como toda disciplina u oficio, eran pocos los que podían acceder a su estudio. Pero todos, sin saberlo, hablaban castellano, provenzal, francés, inglés, sajón, rumano, catalán, vasco, etc.
Llama la atención que una Iglesia se haya extendido por toda Europa, primero, y por todo el mundo, después; asimismo, también la expansión de conocimientos se daba en todo el mundo. No había internet y el medio de comunicación más rápido eran las cartas, que con suerte llegaban algunos días después, si llegaban. ¿Cómo lograron hacerlo?
El mundo siempre ha tenido lenguas de conocimiento y veneración. Lenguas que funcionan como vehículo para llegar a toda la población de todos los lugares, pues a pesar de que algo divide a las personas como las fronteras o las lenguas, la fe y el conocimiento científico siempre funcionan como cohesionadores sociales (aunque en muchas ocasiones sean antagónicos entre ellos). Para eso es necesario llegar a todas las personas posibles. De ahí que existan lenguas para la comunicación del día a día, que en general cambian y mutan rápido, y lenguas para una comunicación “especializada”, que en general cambian poco o nada. Ejemplos hay muchos: el árabe clásico contra el árabe común (que cambia y varía dependiendo del país) en el Mundo Árabe, el latín culto y el latín eclesiástico contra el latín vulgar (que posteriormente se convirtió en lo que conocemos como lenguas romances: español, rumano, italiano, francés, portugués, provenzal, catalán, etc.) en Europa, el sánscrito contra el prácrito en la India. Esta división es importante: significa que pocos llegan a aprender los conocimientos especializados que se quedaban en una élite que tenía los medios para aprender esa otra lengua. Esas mismas personas que eran una élite privilegiada y a la que no separaba en realidad ni frontera ni lengua, pues las unía el poder y la riqueza. Y no era un conocimiento que estaban dispuestos a enseñar. Pero tampoco tenían los conocimientos para hacerlo: no sabían traducir porque no existían palabras de ello en su lengua materna, y en aquel momento, el poder de nombrar estaba en manos de unas cuantas autoridades.
Esta cuestión no se quedó así por mucho tiempo: las lenguas vulgares poco a poco comenzaron a adquirir prestigio y se dejaron de usar las lenguas especializadas, y todo se tradujo. El conocimiento que antes estaba codificado en una lengua inalcanzable para la mayoría, empezó a volverse accesible. Dos ejemplos sacros: traducir la Biblia a cualquier idioma era un delito capital. El traductor, el impresor y el mecenas que pagaran la impresión eran condenados a muerte. La Biblia debía estar en latín. El Corán debía estar en árabe siempre, si se traducía entonces perdía su poder sagrado, dejaba de ser El libro de los musulmanes, y se convertía en un libro vacío. Eso cambió. El Corán ya no pierde su poder si está en español o inglés o zwahili y ahora extraña más ver una Biblia en latín que en cualquier otro idioma. Debo mencionar que la primera traducción de la Biblia fue la Reina Valera en 1569, poco más de 70 años después de la publicación de la Gramática de Antonio de Nebrija, la primera del español (que a su vez es la primera gramática de cualquier lengua occidental que no fuera el latín), que buscaba ponerle reglas al español para que fuese más sencillo aprender latín. En otras palabras: aprender español para traducir mejor del latín, lo cual habla del prestigio que alcanzó el español después de la aparición de la gramática.
Eso fue un gran paso para la comunicación: el conocimiento estaba más cerca de las personas, aunque no supieran leer o escribir, podían entenderlo en su lengua. Los traductores comenzaron a acercar conocimiento escrito en latín en lo que ahora es Alemania al español, así como también tradujeron a Shakespeare al español o a Petrarca. Y a su vez en otros países tradujeron el Quijote, La vida es sueño, o las Soledades. Las personas las disfrutaban, se divertían, conocían. Se daban cuenta que los dramas humanos, el conocimiento y los ritos sagrados no eran diferentes. Lo único era el vehículo que los contenía. El problema en realidad era de comunicación. El problema tuvo una solución: traicionar el nacionalismo, contaminarse con otras palabras, otros modos de hablar. En pocas palabras, la solución era traicionar la propia lengua.
Sí, traductor traidor. Pero, ¿traidor para quién?