I
El 11 de septiembre recibí la segunda dosis de la vacuna contra covid-19 AstraZeneca. Supuestamente debo esperar 21 días para que la vacuna haya hecho su trabajo y yo haya generado anticuerpos contra el coronavirus. 21 días en lo que he pensado lo que es el regreso al/del mundo. Tal vez suene a algo simple, sin embargo, para mí, y estoy seguro que para muchos, no lo es. El humano es animal de costumbres y es fácil acostumbrarse a algo, en este caso a la cuarentena, al encierro, a no salir más que a lo necesario (y una que otra escapada con la consecuente carga moral y psicológica).
El covid-19 nos enseñó los recovecos de nuestras casas y los sinsabores del espacio que habitamos. Conocimos las arañas arrinconadas detrás del sillón. Navegamos el sillón, las sillas o la cama hasta el trabajo. Aprendimos que la cocina también puede ser un auditorio para escuchar una conferencia, que la sala es un buen lugar para abrir oficina y trabajar. Las distancias se achicaron, ahora no contábamos los kilómetros sino el tamaño del recuadro donde aparecían las personas en Zoom.
La pandemia nos dejó muchas cosas. Lo que parece que no nos quiere dejar es pensar en el final. Cada vez que creemos que la batalla contra el covid-19 se va ganando, el virus nos demuestra que no es así: el covid-19 sigue y seguirá. Pensar en su final es pensar en una puerta pintada en la pared y esperar que se abra. Pero de alguna forma debemos regresar al mundo.
II
Miro la puerta con recelo. Imagino lo que hay del otro lado: la vida para vivir, pero también el peligro de vivirla. En ocasiones mi paranoia me lleva a fantasear que el covid-19, como un Jack Nicholson con un hacha, me espera justo afuera de mi casa para acabar conmigo.
Pero la vida sigue del otro lado de la puerta, nunca se ha detenido. Unos vecinos cada fin de semana desde que vivo en esta casa tienen fiesta. El covid-19 no los detuvo. Sin falta las ventanas retumban por la música, las risas etílicas destilan algarabía. En cuanto escuchaba el alboroto pensaba dos cosas: ¿No saben que estamos en plena pandemia y lo que hacen es casi suicida? Y a la vez: ¿No me invitarán? A veces al cuerpo le hace falta la fiesta presencial. Esos ruidos son el canto de la sirena llamándonos al otro lado de la puerta.
Regresar al mundo implica cruzar puertas, la de mi casa, la de un restaurante, la de un bar, la de un carro, la de un camión. Regresar es escuchar los ruidos del mundo e irlos a buscar.
III
El verbo regresar tiene la forma de un boomerang. Se necesita haber estado en un lugar y luego volver a él. Pero, parafraseando a Demócrito: “nunca regresamos al mismo lugar”. A veces pienso en qué será volver a pisar los lugares donde fui feliz antes de la pandemia, ¿podré seguir siendo feliz en ellos?, ¿qué habrá cambiado?, ¿habrán subido los precios?, ¿será el mismo menú?, o, simplemente: ¿seguirá existiendo el lugar?
Regresar es un verbo que nos pide memoria. No regresamos a un lugar porque se nos atravesó en el camino, regresamos porque algo nos maravilló. De ahí el problema: ¿cómo regresar a un lugar que bien puede causarte daño?, ¿arriesgamos los buenos recuerdos por una posible infección de coronavirus?
Regresar al mundo implica mezclar los verbos arriesgarse y regresar.
IV
Miro los videos de la erupción del volcán en la isla de La Palma, en España. Observo en mi pantalla los ríos de lava que se estiran para alcanzar las casas y destruir las obras humanas. Una erupción es un fenómeno natural impredecible, al igual que un terremoto. El mundo natural es impredecible y por ello nadie pudo haber previsto la pandemia de covid-19. Y el mundo regresa a recordarnos que hagamos lo que hagamos, no lo hemos domado. No lo podemos domar.
El átomo nos abrió muchas puertas, la microbiología también. Pero el espectro microscópico no permite horadar el todo de un volcán. A lo mucho nos permite desarrollar vacunas y fármacos contra enfermedades como el covid-19. Nos permite entender de qué estamos hechos, pero no por eso poder rehacernos.
El mundo siempre regresa a recordarnos que ahí está, que sigue, con o sin nosotros. Tiembla en sus centros la tierra y nosotros huimos despavoridos a la seguridad de la calle; hay una erupción y corremos lo más lejos posible. A veces pienso que la Tierra se ríe de nosotros. Por nosotros, porque nos aferramos a quedarnos montados en sus continentes e islas. Y ella, como caballo bronco, se mueve para tirarnos.
El mundo regresa siempre a recordarnos que ahí está y no podemos hacer nada para protegernos de él.
V
Recibo invitaciones para salir. Me dicen que si voy a un bar, que si vamos a desayunar o comer o cenar, que si vamos por un café. Declino las invitaciones: todavía no es momento, sí, ya estoy vacunado con las dos dosis, pero hay que darle tiempo al cuerpo para que genere los anticuerpos. Sí, sí voy a regresar al mundo. Pero aún no. El regreso debe esperar un poco y será paulatino.
Regresar es un verbo caprichoso. Un día queremos regresar a un café, al siguiente a un bar. ¿Cuál es el orden en el que debemos regresar al mundo?, ¿debe ser por orden de importancia?, ¿por antojo?, ¿porque es lo más cercano? O ¿dejamos que alguien más elija por nosotros?
Sigo pensando en cómo regresar al mundo, a la “normalidad” que tiene más sabor de ocasión especial. ¿En el futuro festejaremos como cumpleaños el día en que fuimos vacunados contra el covid-19? Algunos, estoy seguro, lo harán.
Porque regresar es un verbo de regocijo. Celebramos cuando alguien regresa con nosotros y también cuando regresa al lugar del que vino. Porque regresar significa que algo no es permanente. Siempre tenemos que regresar a algún lugar: a la casa, al bar, al restaurante; o a alguna persona: la familia, los amigos, la pareja. Y lo haremos, aunque sea poco a poco.