Llegamos al fin de un año más -eso espero; siempre hay tiempo para no llegar a ningún lado, ese segundo fatal en que todo concluye y uno inicia el recorrido hacia ninguna parte-. Entiendo que este asunto del fin y el principio de año y todo lo que gira alrededor, uvas y campanadas de por medio, es una convención que nos hemos inventado para organizar nuestro tiempo; nuestra vida, en tanto fuera de nosotros, en la naturaleza, en el espacio, no hay nada que haga la diferencia.
O sí lo hay: los ciclos maravillosos, inagotables, interminables, de las estaciones del año, esta sucesión de fríos y calores, de humedades y sequedades, el Sol inclinándose en el horizonte como si planeara abandonarnos, o viniéndosenos encima -son unos decires-, y viceversa para quienes viven allá, abajo del planeta, o arriba, según se vea. De aquí que declare públicamente mi admiración incondicional por los hombres y mujeres que a lo largo de los siglos aprendieron a medir esa sustancia extraña, desbordante y maravillosa que es el tiempo. Me refiero a los inventores del 29 de febrero, ese día que se imaginó para compensar ese pequeño desajuste en la cuenta total, y de esta forma precisar los ciclos anuales del giro del planeta alrededor del Dios Sol y también el otro, que da origen a las estaciones del año, y no precisamente las de Vivaldi aunque igual y sí.
De ahí en más todo es hechura humana, algo que ocurre en nuestras mentes. Tan es así que otras culturas tienen otros años nuevos, los chinos, los árabes, en tanto que nuestra versión es la occidental y cristiana…
Pero señora, señor: la convención es tan poderosa, que de una u otra forma nos atrapa y nos sumerge en este flujo caudaloso de luces y alcohol, nacimientos y árboles, el principio y el fin; los que llegan y los que se van…
Entonces declaro que aun con esta conciencia del carácter cultural de la efeméride, yo mismo me rindo a la magia del fin de año, y me dispongo a la contemplación de este misterioso momento en que el principio y el fin se tocan, se saludan, diciembre y enero, y a otra cosa.
El tiempo, su paso… No me preguntes como pasa el tiempo, clama el poeta José Emilio Pacheco en su obra ganadora del Premio de Poesía Aguascalientes en 1969. Por cierto que en el epígrafe cita un poema de su colega chino del siglo III antes de Cristo, Liu Kiu Ling, muy pertinente para el fin de año. Y dice: En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas;/me alejo sin cesar./No me preguntes como pasa el tiempo.
En fin. Todo esto viene a cuento porque el próximo 30 de diciembre se cumplirá un año de la desaparición de Gustavo Arturo de Alba Mora, periodista, director fundador de la revista Crisol, ilustrado y luminoso como pocos, cronista de este pueblo que nos vio nacer, enorme conversador, y desde luego mi amigo; faltaba más.
La imagen lo muestra tecleándole a la computadora en el Archivo Histórico; un disparo a quemarropa del que ni cuenta se dio, como supongo que ocurrió con su muerte. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].