Desde que leí el título Huevo moteado (transmutar los seres) debo confesar que mi mente se quedó en blanco. No supe qué pensar. Si de por sí la palabra huevo ya me causaba shock, el moteado me ponía a girar de tal forma que ya no tenía capacidad alguna para comprender el subtítulo (transmutar los seres). Así que preferí dejar a un lado cualquier razonamiento y asociación de ideas, y sentarme a leerlo. Al concluirlo, sospeché que el título se debía a una especie de manifestación individual ante lo convencional y lo impuesto.
Este libro “hecho para pasear por senderos iluminados por la Luna”, según dice la dedicatoria manuscrita en tinta rosa que me ha firmado Adriana Tafoya, da inicio con dos epígrafes que nos introducen a través de María Zambrano y Simone de Beauvoir al amor, a la locura, a lo divino y también al lenguaje, a la creación y al mundo simbólico y lúdico que surge del inconsciente.
A través de 54 poemas escritos en verso libre y prosa poética, la autora nos entrega: “Una palabra / una pequeña, que a sí misma se nombra / y de Ella nacen bestezuelas.” Y a partir de este momento surge un bestiario fabuloso por el que transitan insectos aperlados, minúsculos canguros con nariz de espiritrompa, musarañas-calamar, algún roedor con tentáculos de pulpo, algún pájaro hecho de flores, animales que se esconden entre grutas y pedruscos, ratones chupamirto, animales geométricos y asimétricos, caracoles de membrillo, peces diversos, tiburones blancos, ostiones y ostras, una ballena y algunas aves, palomas rotas, caballos casi albinos, yeguas con crines de girasol y pelo de gamuza, potrillos, conejos, un canario de primavera y otro de cuerda, perros, grillos, liebres, salmones, gallinas deshilachadas y polvosas, y también animales en miniatura y hasta animales secretos.
Mediante esta fauna, las páginas se van llenando de vida. Aunque no se pronuncia, existe una evocación al génesis, y una persistencia a buscar el origen, el inicio, lo cual implica un mirar atrás y un observar adentro para escribir, para cantar, para dar cuenta de la explosión todo abarcadora que trae consigo la vida. Y al mismo tiempo, permite que el lector pueda encontrarse en estos universos paralelos de la fauna interior, para ser llevado a través del mundo de los sentidos, diseñando un aroma extraordinario.
Así, la autora genera espacios para respirar y absorber el olor de campos de trigo; frondosos bosques; dientes de león; tréboles blancos; ramilletes de ajos; mares de aceite, perfumados y turbios; junto a los arrozales.
Genera, también, metáforas degustativas para “darse un banquete con tubérculos y caracoles de membrillo. Saborear pimpollos embriones de leche y manzanas ebrias.” Encierran sus versos un verdadero festín para los sentidos, donde la palabra surge y juega como una niña consigo misma. Mientras esto sucede, la palabra también es la diosa creadora de la que “salen, estas bestiecillas y otras más, cuando los hombres no eran nombres.” Lo que la palabra no puede decir, lo dice el mar. Y lo que dice el mar solo los niños lo entienden.
Al leer el recorrido que propone la autora encuentro pequeñas historias dentro de la gran historia. Tal sucede en el poema titulado (3) cuando escribe “el brillo de la perla / depende de la espuma que la baña / porque solo existe lo que es nombrado”, extraordinaria secuencia que nos invita a reflexionar en lo que no se nombra. Hay una selección natural que también persiste en el lenguaje de lo que incluimos y de lo que excluimos, y que, generalmente, se da mediante un proceso de lealtades invisibles.
A pesar de que Adriana nos recuerda que los tiburones desean ser humanos y tienen blanco el corazón, nos deja saber que se desilusionan al no poder surcar el otro océano. Es un gran acierto del poemario quitar los límites entre lo humano y lo animal porque introduce al lector en una dimensión llena de libertad. Pocos libros conozco en los que, como sucede aquí, lo tanático se desvanece ante la presencia de lo erótico. Incluso, cuando se alude a la cremación se realiza bajo el poder solar.
Este poemario lleno de tierra, también está lleno de agua y la lectura se impregna de un efecto líquido, inatrapable, donde lo fantástico se entrelaza con lo real. Algo de eterna juventud tiene este libro pero también de antiguo donde la sabiduría se va hilando, como ella nos dice, mediante dos clases de viejas. Espero que al final de mis días, sea yo de las que tejan –la Idea- y no de “las arcaicas que la siguen con la frialdad de una gota.”
Mientras eso sucede, felicito entrañablemente a la autora por este viaje tan inusual, lleno de sí misma, para compartir con los demás sus visiones del mundo, donde se entremezclan la ciencia y la magia, sostenidas por una maravillosa honestidad que se llama Adriana Tafoya.