Irene Savio
El búnker no es otra cosa que un sótano frío y húmedo con una luz amarillenta y titilante. Tampoco hay una salida de emergencia secundaria ni cobertura de teléfono. Pero basta una sirena antiaérea que suena tres veces y no dos, y señala así que no es una alerta sino un ataque, para que el corazón se pare y haya que correr hacia allí a cualquier hora, con lo que lleves puesto y alguna manta, si da tiempo.
Obujiv, unos 40 kilómetros al sur de Kiev, es una de las tantas aldeas de paso en la fuga incesante de miles de civiles aterrorizados por los bombardeos rusos, que en lugares como éste pasan apenas unas horas nocturnas en hoteles de carretera en su ruta hacia el oeste de Ucrania y la frontera con la Unión Europea. Allí donde ese flujo de desesperados cree que va a tener un lugar seguro.
Anastasiya (el de ésta y las demás entrevistadas son nombres ficticios) aparenta menos de la cuarentena de años que declara; viste el mismo vestido que tenía en la mañana, cuando tomó la decisión de huir de Chernígov, una de las ciudades en el primer frente de batalla, por su cercanía con la frontera rusa. Está apiñada junto a una veintena de adultos y otros tantos niños de distintas edades, amigos de toda la vida y colegas de trabajo que decidieron emprender la ruta hace sólo unas horas, y han llegado hasta aquí después de que no encontraran sitio en otros hoteles. Y quiere que se sepa. “Chernígov está defendiendo a Kiev desde la primera línea, los nuestros resisten, pero nuestra ciudad está siendo arrasada. Han atacado barrios de civiles, incluso una guardería”, afirma de pie delante de una de las viejas mesas marrones y rectangulares del improvisado búnker.
“No queríamos irnos, pero tomamos la decisión de poner a salvo a nuestros hijos”, continúa la mujer, de profesión maestra. “Nosotros pudimos viajar sólo porque conseguimos un sitio en el automóvil de unos amigos, pero mis padres, que tampoco tienen coche, no pudieron y siguen ahí, bajo las bombas”, añade con la voz entrecortada, cuando de repente se distrae con el griterío de otro grupo.
Es el de la kievita Ekaterina, que al refugio se ha traído una tela de punto y que, mientras las sirenas siguen sonando, está jugando junto a otras cuatro personas a durak, un juego de cartas ruso de ataque y defensa, popular desde la época soviética. “¿Quién está ganando? ¡Nadie! No queremos que gane nadie. Sólo queremos paz”, dice y se carcajea mientras mira las cartas que tiene en la mano. “Ohhhh. ¡He perdido! ¿Por qué siempre acabo perdiendo?”, suelta finalmente.
“Nosotros no tenemos casi nada, ni un coche. Por eso nos hemos quedado varados aquí, los autobuses ya no pasan. Pero qué vamos a hacer, al menos así pasamos el tiempo”, explica.
Sin embargo, a Tatiana, de ocho años, la escena no le hace gracia, porque se ha enfilado en el búnker con su cuaderno de dibujo y unas hojas blancas con las que quiere que los presentes le ayuden a aprender a escribir en inglés. “¿Cómo se dice ‘Privet, miña zavut Tatiana’”, pregunta en ruso. “Eso, eso. Quiero saber cómo se dice ‘Hola, me llamo Tatiana”, insiste la cría, armada con un lápiz y una sonrisa de oreja a oreja. “Te regalo un dibujo si me lo dices”, chantajea, cuando la madre, Irina, interviene y le pide no insistir demasiado. “Desde que empezó la guerra, ya no va a la escuela y extraña a sus amigos”, la justifica, mientras Tatiana aprovecha la atención que ahora tiene para mostrar la fotografía de su mejor amiga que conserva en el teléfono de su madre.
Irina, la gestora del alojamiento –junto a su madre, su marido, y su cuñado–, es una de los ángeles del lugar. Sus días los pasa esperando a los que llegan desde distintas partes del país, y darles no sólo un techo bajo el cual dormir, sino también una sonrisa, un café caliente y su refugio.
“Hacemos lo que podemos. El problema es que también estamos teniendo dificultades para abastecernos de comida”, cuenta, al enumerar los ingredientes de los platos del último menú del día, que ya parecen una gastronomía de guerra, con abundancia de papa, zanahoria y poco más.
Un pequeño grupo decide finalmente que es el momento de salir del refugio y se encamina, guiado por uno de los anfitriones, hacia una escalera que lleva al piso superior. Pero el alivio dura poco. “Ha llegado un automóvil, mejor quedarse abajo un rato más”, dice alguien. La masa humana da entonces marcha atrás, mientras uno de los niños juguetea, vestido con ropa de esquiar, con un cocker spaniel negro que no para de moverse y mueve la cola. Otros resoplan apesadumbrados y alguno reflexiona. “Gente rara estos rusos; tienen un país enorme y quieren pedazos de otros países”, comenta. Son sólo una gota de un océano. Según cifras difundidas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el número de desplazados en Ucrania ya sumaba 1 millón 200 mil personas en la segunda semana de guerra. Una cifra que parece destinada a crecer.
Pero en los pueblos rurales al sur del distrito de Kiev el ruido de un coche que no para en un checkpoint también suena a disparos perdidos. Ya ha pasado que las balas han acribillado casas de algunos vecinos. Con los rusos a menos de un centenar de kilómetros y los misiles cayendo cerca, la gente del campo también ha aprendido a vivir al filo de la navaja sin quebrarse. Los hay que han huido, pero otros se han quedado y están aquí, desprovistos de los medios de la resistencia en las grandes ciudades, defendiéndose como pueden, algunos armados con kalashnikov, chalecos antibalas y cascos, otros sólo escudados por navajas, fusiles de caza o sus cuerpos, en barricadas improvisadas que huelen a madera quemada. Allí donde una marea de centenares de nerviosos voluntarios están de guardia día y noche, mientras el ejército ucraniano lucha en la primera línea de la guerra.
“Slava Ukraina”
El coronel Alexsandr, jefe de la Administración Militar Regional de Obujiv, que antes de la guerra era político y tenía un puesto en la administración pública, es quien está a cargo de estas autodefensas regionales de civiles armados que se llaman a sí mismos Unidades Territoriales de Defensa, y también operan en otras partes del país. Es un hombre alto y de voz calmada, al que todos los presentes obedecen y pocos cuestionan, y que lo primero que pregunta es cuánto durará la conversación.
“No puedo quedarme mucho rato en el mismo lugar, por cuestiones de seguridad”, dice, rodeado por cuatro milicianos de diferentes edades, y añade que tampoco quiere que escribamos su apellido. “No, no tengo miedo de morir. Somos hombres y haremos todo lo posible para defender a nuestro país”, aclara enseguida después con voz monótona y cansada, mientras una hilera de automóviles avanza lentamente por uno de los tantos puestos de control que hay en las entradas y salidas de Obujiv.
Según el coronel, la guerra de Rusia no sólo es contra Ucrania, “sino contra toda Europa”, y esto, dice, quiere que “quede claro”. Añade que ellos ahora son esa retaguardia que debe garantizar no sólo el orden público en la región sino también ayudar a proteger los lugares estratégicos que hay en los alrededores, como la cercana central de papel y la planta eléctrica regional. “¿Dormir? Dormir es de débiles y nosotros estamos en guerra”, asegura, cuando de repente los ojos se le van a una alerta que le acaba de llegar al teléfono, y un miliciano aprovecha el momento para gritar “Slava Ukraina”, la expresión nacionalista con la cual cada vez más los ucranianos se saludan entre sí.
El hombre, que está al lado de otro que tiene un lanzagranadas en la mano y habla un mejor inglés que el coronel, explica entonces que, por la situación, también se ha establecido una especie de manual para los interrogatorios a las personas que quieren entrar y salir de la ciudad. “Eso incluye pedir a aquellos que llegan que pronuncien el sustantivo ‘palianiza’, la palabra ucraniana para decir ‘pan’”, según afirma, al agregar que, según ellos, los rusos no la saben pronunciar correctamente. “Ni los rusos ni los extranjeros”, termina diciendo, riéndose, mientras otro miliciano, menos amistoso y que se presenta como el sheriff, observa con sospecha a los extranjeros”. ¿No estará retransmitiendo estas imágenes por satélite, verdad?”, interroga, frunciendo el ceño y repitiendo dos veces la pregunta.
No son los únicos a los que, en pocos días, les ha dado un giro que hace la vida de antes sea irreconocible. Andrei, que era un inspector de impuestos y vivía con su familia, es otro de los que se han alistado. Desde entonces pasa sus días durmiendo en un hotel, despertándose a las seis de la mañana y, de día, haciendo turnos de hasta 14 horas en los checkpoints, donde su tarea es controlar que el resto haga bien su trabajo. En las noches, en cambio, ameniza la desazón con el alcohol que consigue en el pueblo y charlando con las chicas con las que se cruza.
Lo que más apesadumbrado lo tiene es el conflicto psicológico que la guerra le está provocando. “¿Cuál es el problema? Quieren matarme a mí, a mi familia, a mis amigos, y nos quieren despojar de una parte importante de mi país”, explica. Sin embargo, “también es cierto que esto es muy duro para mí. Mi papá nació en Rusia, mi mamá, en Bielorrusia. Y conozco a mucha gente en Rusia, gente buena. Es (el presidente ruso, Vladímir) Putin que quiere la guerra”, cuenta. “Qué triste, ¿verdad?”.
Un laberinto de barricadas
La crisis humanitaria, por supuesto, se vive también en otras ciudades del país y, por supuesto, en Kiev, una ciudad que se ha convertido en un laberinto de barricadas que cierran las principales vías de acceso al hospital.
El hospital infantil Ohmatdyt de la capital ucraniana, que funciona entre las bombas y es el más grande del país para niños, también vive desde hace varios días una situación desesperada. Los alrededor de 200 niños que en estos momentos se encuentran en él no pueden ser excluidos del protocolo y, por eso, cada vez que suenan las sirenas antiaéreas y hay peligro de ataque, tienen que correr hacia los improvisados refugios que han sido habilitados para que los pequeños pacientes no pierdan la vida.
Sin embargo, como no hay mucho espacio, no todos los niños pueden permanecer en estos sitios las 24 horas, ni es posible que los que sufren de las patologías más graves estén constantemente siendo trasladados de un lugar a otro.
Por ello, el compromiso que se ha encontrado es que estos últimos sean los que vivan en los búnkeres. Pero como aún así su número es superior al que tiene cabida, la única solución que ha sido encontrada para el huérfano Igor y su madre es que permanezcan en un colchón en el suelo, y aguarden allí –junto a otros niños y otras madres y padres– las muestras de cariño y la atención sanitaria de la decena de enfermeras que se ocupan de ellos.
El doctor Vladimir Zhovnir, director del hospital, lo dice sin dar muchas vueltas. “No estábamos preparados”, afirma. “No nos imaginábamos que los rusos, que al fin y al cabo comparten tanto con nosotros, nos atacarían. Realmente ha sido completamente inesperado”, afirma. “Es una situación muy mala, casi no puedo encontrar las palabras para describirla. No logramos dar a los niños un servicio médico adecuado y en los búnkeres están restringidos en sus movimientos, no hay buena ventilación y corren el riesgo de distintos tipos de infecciones”, añade, al agregar que, desde que empezó el conflicto, también han llegado a su hospital niños nacidos durante la guerra.
La vida, de hecho, no siempre ha triunfado sobre la muerte y algunos de estos bebés han fallecido al nacer o poco antes, cuenta el doctor Zhovnir. “Un bebé murió antes de llegar al hospital, y otro sufrió una muerte clínica poco después de ser ingresado. Estaba en muy malas condiciones. Y otros dos bebés llegaron con heridas provocadas por los bombardeos. Uno llegó con un traumatismo en el cuello y un sangrado masivo, lo resucitamos pero aún está en malas condiciones”, cuenta Zhovnir.
La tragedia del hospital Ohmatdyt, sin embargo, no es un caso aislado. La Unicef ya ha dicho que las hostilidades son una amenaza inmediata para más de 7 millones de niños en Ucrania. l