¿Cómo hemos de vivir? Esa es la cuestión. El problema: ¿qué necesitamos realmente para llevar una vida feliz? Esta pregunta recibió mucha atención en la Grecia antigua. Los filósofos griegos dedicaron buena parte de su energía mental en tratar de articular una respuesta satisfactoria. Sócrates y Platón esbozaron algunas intuiciones, Aristóteles delimitó una disciplina entera para abordarla ―la ética―, y los filósofos del helenismo ―estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos, principalmente― se dedicaron a perfilar los detalles de respuestas más particulares.
El protagonista de estas líneas es Epicuro, quien nació y fue criado en la isla de Samos hacia la mitad del siglo IV a.C. Hijo de padres atenienses, Epicuro viajó a Atenas a sus dieciocho años a cumplir con el servicio militar, y a su vuelta fue expulsado de Samos junto con su familia. Residió en Mitilene, Lesbos y Lámpsaco antes de volver a Atenas. En esta última fundó el Jardín, una comunidad filosófica en la que vivió cuarenta años con sus amigos y admiradores con sencillez y autosuficiencia.
Epicuro es de las figuras más manoseadas de manera injusta por la historia. Se le ha considerado un hedonista, promotor de una vida bestial impropia de los seres humanos (como evaluaba Aristóteles al estilo de vida concentrado en la obtención de placeres). Nada de esto se acerca a la verdad. Epicuro, por el contrario, defendía una vida sobria, centrada en los placeres sencillos ―más mentales que físicos―, y su objetivo último era alcanzar un estado de imperturbabilidad o serenidad que los griegos llamaban ataraxia. El epicureísmo continuó después de la muerte de Epicuro en las obras de Lucrecio, Virgilio y Horacio, e influyó en políticos como Bruto, Casio y Pisón. Al igual que Buda, Epicuro siguió cosechando a su muerte admiradores que veían en él a un hombre que ofrecía consejos útiles para superar el sufrimiento humano y alcanzar la salud mental. En los últimos años muchas personas regresan a las doctrinas epicúreas y estoicas tanto por la proliferación del género de la autoayuda como por la influencia que tuvieron en Albert Ellis, creador de la terapia cognitivo conductual. Para Epicuro ―como para Buda, Zenón, Epicteto, Séneca o Marco Aurelio― nuestros temores y preocupaciones son el resultado de no ver las cosas como son en realidad. Para nuestro protagonista y sus seguidores es el conocimiento el que nos hará libres, no el que aumentará nuestra desdicha (como reza Eclesiastés 1:18).
¿Por qué se ha malentendido la doctrina epicúrea? Es cierto que para Epicuro debemos buscar el placer y evitar el dolor, lo que a ojos simplistas puede confundirse fácilmente con el hedonismo burdo. Pero la ética epicúrea está lejos de ser un asunto tan simple y llano. Nuestro filósofo distinguía entre cuatro tipos de placeres: físicos activos (como el comer), físicos estáticos (no tener hambre), mentales activos (gozar de una buena conversación, como las que encantaban a Montaigne), y mental estático (la serenidad o ataraxia). De estos placeres, Epicuro prefería los estáticos a los activos, y los mentales a los físicos. Los estáticos son superiores a los activos dado que, como él mismo señalaba, “no se acrecienta el placer en la carne, una vez que se ha extirpado el dolor por alguna carencia, sino que sólo se colorea”. Epicuro parecería haber descubierto muchos siglos antes la ley de la utilidad marginal decreciente de nuestros sesudos economistas: seguir comiendo cuando ya no tenemos hambre sólo supone una variación superficial si la comparamos con comer cuando se tiene hambre. Y Epicuro también prefiere los placeres mentales a los físicos: los sufrimientos físicos pueden soportarse sin demasiado malestar durante algún tiempo, no así los mentales, que para nuestro filósofo pueden afectar una vida entera. Es por ello por lo que la ausencia de dolor mental, la ataraxia, es el placer más estimado para Epicuro.
Estas distinciones nos permiten responder a una pregunta más que deriva de la cuestión de cómo hemos de vivir: ¿cómo debo actuar en cada caso? Para Epicuro, haciendo un cálculo hedonista. Podemos, en breve, renunciar a un placer inmediato o podemos soportar un dolor tolerable si tenemos en nuestra perspectiva futura una compensación a ello. Aunque para Epicuro todo placer es bueno de suyo, o ninguno es malo de suyo, no siempre conviene buscarlo: se trata de un asunto de cálculo y juicio (del arte de la medida, nos diría Sócrates en el Protágoras de Platón; de prudencia, diría Aristóteles en su Ética Nicomáquea).
La ética epicúrea es mucho más rica que lo que pueda expresar con trazo grueso en estas líneas: atendió a cuestiones sobre lo que en verdad necesitamos, sobre la amistad, sobre el conocimiento de la realidad (la ciencia, diríamos hoy), sobre la muerte. Al igual que otras escuelas helenistas es digna de estudio y reflexión actuales. En futuras entregas atenderé a algunas cuestiones más. Hoy termino recomendando al lector Lecciones de epicureísmo. El arte de la felicidad de John Sellars (Ciudad de México: Taurus, 2022), profesor de la Universidad de Londres, que es una extraordinaria introducción para todo público de las doctrinas éticas de Epicuro.