Muy probablemente los textos han sido cómplices del desastre ecológico. Esta afirmación voluntariamente polémica quisiera tratar de dirigir nuestra atención al intento de pensar y practicar modos diferentes de leer o de enseñar a leer, atención que se alcanza cuando entendemos que los textos son agentes altamente eficaces para la construcción, modelización y perpetuación de identidades y conductas, tanto individuales como colectivas. Es decir, los textos intervienen en la sociedad mediados por la capacidad de influencia y afectación en las disposiciones anímicas y convicciones racionales de los lectores.
La intervención social de los textos ha sido negada por prestigiosas escuelas de pensamiento literario que han socavado ciertas evidencias de sentido común en favor de una “pureza” literaria que desarraiga la literatura de su cultura y su contexto socio-económico, convirtiéndola en mero objeto intelectual, sin capacidad hacer cosas con y en su sociedad. Este movimiento de alejamiento de los textos de su contexto ha supuesto hurtar al fenómeno de la literatura lo que Cornejo Polar llama “aquellos factores que determinan que la literatura sea materia de pasión y de estudio […] y que remite a categorías que la exceden: al hombre, la sociedad, la historia”.
No podemos entender la literatura, como producción humana que es, en sus vastas y abigarradas manifestaciones, orales y escritas, de géneros, formatos, procedencias… como un fenómeno que adquiere valor y validez cuando paradójicamente es retirada del sucio, problemático, conflictivo, histórico y político mundo de la vida. Esto implica inhabilitar la función social del lenguaje y su uso literario como forma de relación social, como discurso de intervención democrática ciudadana en la arena de los intereses de la polis, puesta al servicio de las luchas políticas democráticas. Y sin que por todo esto necesariamente haya de deteriorarse la posibilidad de su valoración estética y formal.
Desde esta perspectiva, la literatura y el arte lo mismo pueden funcionar para certificar desde los textos patrones de comportamiento social o para subvertir o, al menos problematizar, desde los textos estos mismos patrones. Resulta obvio, pues, desde la obviedad de nuestras prácticas y comportamientos como lectores o espectadores, que la literatura hace cosas con nosotros, y por supuesto, hace y ha hecho cosas con el medio natural.
La vinculación de estas ideas anteriores con una propuesta ecológica o ambientalista como perspectiva de lectura puede aclararse si tratamos de responder la pregunta ya clásica de Glotfelty: “¿De qué manera nuestras metáforas de la tierra influyen en la forma en que la tratamos?”. O, por decirlo de otra manera, ¿cuáles son nuestras creencias respecto a cómo es la naturaleza, y cómo estas creencias, que modelan comportamientos, han sido a su vez modeladas o construidas por lo que leímos?
La Ecocrítica es la disciplina, multidisciplinar y compleja, que desde hace más treinta años viene desarrollando una intensa labor de vinculación, teórica, crítica y militante, de la literatura con el medio ambiente, habiéndose extendido su radio de acción desde los EEEUU, donde nació, a los cinco continentes. Sin embargo, podríamos afirmar que la presencia o siquiera conocimiento de este enfoque en nuestras instituciones de enseñanza media y superior, en el ámbito hispanoamericano, es apenas anecdótico. La definición ya clásica de la Ecocrítica se la debemos a Cheryll Glotfelty, profesora de la Universidad de Reno: “Dicho de una manera sencilla, la ecocrítica es el estudio de la relación entre la literatura y el medio ambiente físico [que] adopta una aproximación a los estudios literarios centrada en la tierra” ¿De qué habla entonces la Ecocrítca?, a raíz de lo anterior, la Ecocrítica puede estar centrada, a través la lectura, análisis y critica de los textos (literarios o no) en aspectos tan dispares como la extinción de especies, la contaminación, los desastres naturales y la inmigración ambiental, la conexiones entre la justicia ambiental y las clases pobres, vertidos, escapes, ecofeminismo, activismo ambiental…La Ecocrítica nos hace pensar acerca de cómo novelas, poemas, guiones de teatro o televisión, libretos de ópera, letras de canciones, anuncios publicitarios,… conciben nuestro medio natural e inducen en sus receptores comportamientos destructivos o solidarios con él.
Escribe el intelectual argentino Walter Mignolo que “el pensamiento crítico no tiene como fin el conocimiento o comprensión del objeto que se estudia, sino que el conocimiento y la comprensión son los peldaños necesarios para ‘otra cosa’”. Esa ‘otra cosa’ no es más que el deseo de otro mundo posible, en el que se proyecte, desde la perspectiva Ecocrítica, como utopía realizable, la reconstitución de unas relaciones no patológicas del hombre con la Naturaleza. Dentro de estas relaciones restituidas el legítimo aprovechamiento y transformación de los recursos naturales por las necesidades de la vida social moderna no implicaría un desarraigo destructor de ser humano respecto del medio que le aporta alimento y sentido.
El literato o lector ecológico, podemos llamarlo así, en tanto ciudadano consciente de su corresponsabilidad y la de los textos con el bienestar de nuestro medio, debería ser consciente de construir nuevas valorizaciones de los productos que elige escribir, analizar o leer y disfrutar, desde una perspectiva contrapuesta a las pulsiones hiperconsumistas del mercado. Esta nueva sensibilidad ecoliteraria habría de estar atenta a otros valores que no son solo los de la belleza formal o el entretenimiento (ambos tan relevantes, desde luego), sino también los de la solidaridad con todas las formas de vida y con los seres no vivos que soportan y posibilitan la vida, y con el anhelo por un mundo mejor. A este propósito, ya no una opción sino una urgencia, los textos también pueden y deben contribuir.