Dejan los tambores de sonar, y un gong anuncia la retirada.
Se discute la capitulación, mientras se aproximan carcajadas.
La gran broma final – Nacho Vegas
El Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN, o NAFTA, por sus siglas en inglés), fue firmado por los presidentes George H. W. Bush, de Estados Unidos; Carlos Salinas de Gortari, de México; y por el primer ministro canadiense Brian Mulroney, en 1992; para entrar en vigor a partir del 1 de enero de 1994. El día que entró en vigor, en México irrumpió una guerrilla insurgente con postulados de izquierda social que, entre sus demandas, tenía la abolición del Tratado de Libre Comercio.
El periodo conocido como Salinismo se caracterizó por tener una gestión pública de reducción del Estado, y una política económica mercantil, periodo conocido como de gobierno Neoliberal. Es decir, liberalismo económico en lo sustancial, y democracia occidental en lo nominal. En ese tiempo, por la parte mexicana, en 1992, el tratado fue negociado y firmado por el entonces sub secretario de Relaciones Exteriores salinista, Marcelo Ebrard. A los años, el tratado evolucionó en una versión revisada, conocida como Tratado de México, Estados Unidos, y Canadá (T-MEC).
Ahora, el nuevo Tratado de México, Estados Unidos, y Canadá está siendo acordado y negociado, por la parte mexicana, por el actual Secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. El mismo que firmó el TLC, pero ahora con la impostura de ser anti neoliberal en el discurso, impulsando nociones de libre comercio desde un gobierno que se afirma como popular. No sólo eso. Un gobierno que tiene en Ebrard a uno de los posibles sucesores a la presidencia del país. La posición del funcionario no es cómoda.
A Ebrard le toca conciliar, por un lado, las consignas dicharacheras y nacionalistas que su jefe dicta a cada ocurrencia y, por otro lado, las necesidades macroeconómicas para conformar una franja continental de integración económica que beneficia a productores y consumidores locales. Eso quizá sea lo más sencillo. Lo complicado será, como ahora lo vemos, la conciliación entre las posturas de generación energética alejadas de los combustibles fósiles, que plantea el tratado; y la postura de soberanía nacional basada en hidrocarburos que sostiene el presidente mexicano.
El tema no es menor, ya que el funcionario operador de este tema tendrá ahora que vestir los ropajes del nacionalismo de la década de los setenta, que ha sido estandarte de la actual administración, para conciliar las pautas que el mismo funcionario acomodó cuando vestía los ropajes de la apertura económica y la transnacionalización de los mercados. No es sólo un tema de posiciones ideológicas; es también un tema de legitimidad. Esta legitimidad puede ganarse al exterior, pero perderse al interior, o a la inversa.
Queda claro que la actual discusión sobre el T-MEC habrá de pasar por la criba de la sucesión presidencial de 2024. ¿Qué le conviene al actual mandatario para esa sucesión? ¿Una candidatura conciliadora con el exterior, o una que mantenga la discusión en el estándar que la lleva el presidente en turno? Más aún ¿Qué le conviene al canciller? ¿Asumir en silencio la impostura, o delinear su propia propuesta de proyecto? ¿Qué movimiento lo acercará o alejará de la conciliación internacional y de la sucesión presidencial?
Como fuese, el contexto internacional, y el historial de la relación entre México, Canadá, y Estados Unidos (sobre todo desde los periodos de Trump y Peña Nieto hasta la actualidad con Biden y López Obrador) merece un análisis más profundo. Sin embargo, queda el apunte preliminar de que el mismo operador del neoliberal y salinista Tratado de Libre Comercio es ahora el operador de la auto denominada Cuarta transformación para el actual tratado. Queda ver cómo se lleva el conflicto, con un presidente pendenciero y belicoso.
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