Ciclos/ Por mis ovarios, bohemias  - LJA Aguascalientes
06/10/2024

 me primavero y me otoño,

me estío y me invierno

Bosé

 

Me enredo en sus raíces de lecturas mal soñadas,

me agosto en su hojarasca de frustradas invenciones,

pero tu tronco sobrevive a mis inviernos.

Owen

 


Comencé hace poco más de un año a cultivar suculentas. Recién había llegado a un nuevo departamento y yo necesitaba que algo reverdeciera en esas paredes. No sabía nada -todavía no sé- de cómo cuidar una planta, solo lo básico de alguien que tiene deseos urgentes de cuidar y su intuición se fortalece para que nada ni nadie salga lastimado en el intento: bajas las escaleras corriendo, cruzas las calles con los ojos anegados por las lágrimas, llegas al vivero y pides macetas, tierra y algunas plantas, las que sean, porque tú no sabes sus nombres -ni en español ni en latín-, solo que les debe dar el sol, pero no tanto, que tienes que colocarlas cerca de una corriente de aire, pero no muy fría, que si les cantas crecen más rápido, pero no por eso más felices. Sonríes mientras caminas con tus bultos cargados. Eso sí, tú quieres regarlas todas las veces que pasas enfrente de ellas y te les quedas mirando, algo imposible si quieres que vivan.

Cruzar las calles con los ojos anegados por las lágrimas puede ocasionarte la muerte. Un descuido fatal y te le atraviesas al urbano de la ruta 12. Así es esto de ridículo e intempestivo. Aunque a veces no. Hace unos días, sin querer y prácticamente de la nada, mi hermana y yo comenzamos a hablar de la muerte, del suicidio asistido, de la última voluntad y de quién se haría cargo de los pendientes. Nada que ver con morir bajo las ruedas de un camión, pero todo que ver con el sentido desnudo de la muerte.

En cuanto a las plantas, algunas no sobrevivieron al invierno pasado, un ciclo más de la vida, me dije, morir. Las suculentas se mantuvieron fuertes y estoicas. Hasta hace un mes. A pesar de haber dedicado horas enteras a ver vídeos sobre su cuidado, no me aprendí ni un solo nombre, tal vez un poco sobre el riego y otro sobre el sustrato a utilizar (nótese que ya digo sustrato, no tierra). Yo necesitaba saber cómo cuidar mi primavera doméstica.

Mi madre nunca nos perdonaría a mi hermana y a mí que tomáramos la decisión consciente de terminar con nuestra vida. Pondría primero a su dios y luego el dolor de una madre al perder a una hija, y por último que la muerta sería alguna de nosotras dos que hablábamos en aquella ocasión de una muerte asistida planeada por enfermedad, de esas en las que no hay esperanza de recuperación pero sí mucho dolor y languidez de por medio. Mi hermana planteó otra posibilidad, perder a un hijo, que al igual que el dolor posible de mi madre, resultó suficientemente abrumador como para detener la plática y no volverlo a mencionar.

Decía que compré plantas. Una de ellas fue una suculenta. Estaba grande, abierta y hermosa, una combinación extraña de verde con rosa flotando a la mitad de una lata de cerveza con sustrato. Los siguientes días no pude dejar de observar con disciplina de marinero cómo es que iba creciendo en su nuevo hogar. Luego uno de esos videos me enseñó a desprenderle las hojas; te incorporas y sostienes con firmeza tu espíritu y la suculenta, la miras directamente y susurrando rumores secretos terminas pidiéndole permiso para reproducirla: tomas la hoja, de las más desarrolladas, lo más cerca que puedas del tallo y comienzas con la delicadeza de quien sopla una burbuja de vidrio a rotarla hasta que solita se desprenda. Si ejerces demasiada presión lo que puede suceder es que la troces y ahí ya valió, ya se murió, ya no va a servir para reproducirse, una hoja desperdiciada, un nuevo mundo truncado víctima de las prisas y la brutalidad, porque la hojita desprendida necesita de la sustancia noséqué del tronco para que de ahí brote la raíz y poco a poco veas cómo le surge la vida nueva con cada nueva hojita. Ni la lluvia ni el frío ni la tristeza hicieron que dejara de ver y cuidar esos brotes con dedicación. Tal vez ellas eran las que me mantenían a mi con vida. Todos los días y todas las noches, hasta hace unos meses. Pronto tenía más de cien suculentas geométricas salidas de su hojita que cantaban entreabiertas conmigo.

Luego llevé esa conversación con mi madre, nomás a ver qué decía. Para mi sorpresa, lo primero que dijo fue que no permitiera que sufriera en un hospital, y en otras palabras que me cuestan repetir por dolorosas, me pidió que la ayudara a bien morir en caso de ser necesario. No intubada, no en coma, no en una condición en donde pudiera estar sufriendo. Y yo que no dejo de pregonar sobre el derecho a decidir sobre el cuerpo, me quedé por un momento como en un naufragio, estremecida, pues no esperaba esa respuesta de mi madre. Tal vez hasta ella misma sería capaz de asistirnos si lo necesitáramos, justo como ella me lo pidió. Quise llevar el ejercicio con mi padre pero ahí sí no me atreví. Tal vez es que mi padre no tiene la ligereza que le sobra a mi mamá, y un dolor inesperado y frío pudiera calarle los huesos.

Hace poco más de un mes me di cuenta que mis suculentas estaban muy apagadas. Lo achaqué a que las había descuidado semanas enteras en el ir y venir de una noche larga y cruel. Rápido hice lo básico, las regué con agua abundante y las rocié de fertilizante genérico. No pasó nada. Yo seguí con mi descuido hasta que comencé a ver trazos de la muerte en algunas y despavorida comencé a observar qué pasaba. Y pasaba la cochinilla algodonosa, un insecto blanco que estaba adherido a la parte inferior de las hojas de mis suculentas volviéndose una potencial plaga asesina que “ataca a plantas debilitadas y con claros síntomas de padecer estrés”. Yo no podía creer esa descripción. Me reproché haberlas descuidado, haberlas regado rápido y sin atención, con el corazón adolorido y la mirada en otro lado.

Y sucedió. Traté por semanas enteras de recuperarlas, jabón potásico, vinagre y bicarbonato, un poco de aceite, cantos, chiqueos, miradas. Nada. Es frágil y mentirosa esa idea de que si les cantas crecen más rápido, pues está visto que eso no las hace más felices. Todas las noches traté de quitarles el maldito bicho pero siempre salían más, pequeñitos, minúsculos, sin otro quehacer que el de absorber los nutrientes y la vida de mis suculentas. A diferencia de las otras plantas que murieron de frío, me resistía a la muerte de estas porque yo las cultivé todas con muchas expectativas, deposité las hojas en sustrato de coco, me aseguré de que no les diera el sol, les revisé a cada una la raíz, luego me di cuenta que todos los atardeceres son diferentes aunque la mirada sea la misma. Y mi mirada no iba a cambiar que una plaga de cochinilla algodonosa terminara matándome a todas.

No sucedió tan aprisa. Todavía me tomó un par de días coger una bolsa y tirar sustrato y plantas. Quería encontrar una manera de ayudarlas a bien morir, como platiqué con mi madre y mi hermana en caso de ser necesario, pero ahora sé que eso no es posible. Me resigné y con mucha tristeza las eché a una bolsa negra y las tiré. Un ciclo más de la vida, me dije, morir.

Yo que quería regarlas todas las veces que pasaba frente a ellas mientras me les quedaba mirando, las olvidé por ver a través de la ventana, pero no a ellas a pesar de tenerlas enfrente. Las descuidé.

Hace unos días compré una para repetir el proceso y me robé unos piecitos de una planta en una fiesta. Fui la señora que sostenía en una mano el vaso de cerveza y en la otra dos raíces de alguna planta de cuyo nombre desconozco en español y en latín. Solo sé que tengo que colocarla a medio sol, cerca de una corriente de aire, cantarle. No perderla de vista. Todavía se siente una brisa veraniega, justo antes de que comiencen los aires frescos de septiembre. Otro ciclo.

 

@negramagallanes


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Tania Magallanes

Jefa de Redacción de LJA. Arma su columna Tres guineas. Fervorosa de lo mundano. Feminista.

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