José Gaos y González-Pola nació en Gijón, España, el 26 de diciembre de 1900. No alcanzó a ser septuagenario: moriría del otro lado del Atlántico el 10 de junio de 1969, en un aula de El Colegio de México: “presidía el examen de grado de uno de sus múltiples discípulos. Había ya terminado el examen, pero sólo alcanzó a firmar el original del acta…, el corazón volvió a fallarle, pero, en esta ocasión, en forma definitiva” —recuerda su discípulo Leopoldo Zea (1912-2004), quien entonces dirigía la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM—.
El asturiano tradujo al castellano una pila de obras de Hegel, Kierkegaard, Scheler, Husserl, Heidegger… En Madrid, fue alumno del padre García Morente (1886-1942), de Xavier Zubiri (1898-1983) y de Ortega y Gasset (1883-1955). Gaos se doctoró en Filosofía en 1928. Cuando estalló el golpe de Estado franquista, fungía como rector de la Universidad Complutense de Madrid. En febrero del 39 se oficializaría que, por ser “pública y notoria la desafección… al nuevo régimen” era separado definitivamente de su cargo y del magisterio. Desde el verano de 1938 él ya estaba en México, y acá se quedó. Aurelia Valero dice que fue “un hábil escultor de almas que llegó con su cincel a nuestras tierras” (José Gaos en México. Tesis doctoral. Colmex, 2012). En nuestro país fue maestro de Edmundo O’Gorman, Zea, Uranga, Luis Villoro, Antonio Gómez Robledo, Sergio Fernández, Justino Fernández, Hugo Hiriart… Precursor en nuestro país de la llamada historia de las ideas, Gaos defendió la tesis de que era necesario estudiar el devenir del pensamiento filosófico en México; a fin de hacerlo con cierto orden y conforme a una metodología, formó y organizó grupos académicos. En 1941 estableció en la Universidad Nacional el Seminario de Filosofía de Ciencias Humanas aplicadas a América, que dos años después se trasladaría al COLMEX —Seminario para el estudio del pensamiento en los países de lengua española—, para, en 1955, regresar a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y perdurar ahí hasta 1964. Junto con Villoro, Victoria Junco, Bernabé Navarro, Vera Yamuni, Rafael Moreno Montes de Oca (1922-1998) integró la segunda promoción del Seminario.
Moreno M., como solía firmar, había iniciado su instrucción en el Seminario Conciliar de México (1936-1943). Renunciaría a la carrera sacerdotal y en 1945 ingresó al COLMEX, en donde conoció a Gaos, quien se convertiría en su mentor. En 1962, Moreno obtendría una maestría en Filosofía en la UNAM, con la tesis La filosofía de la Ilustración en México, dirigida por el filósofo español.
Hace unos días contaba aquí que, según razona don Rafael Moreno M. (“Los orígenes del humanismo mexicano”, Universidad de México, IV/1956), conformamos un pueblo que surgió de manera imprevista cuando, desde Europa, nos hicieron el favor de traernos “la lengua… de Cicerón y Horacio…” Eso sí, los ibéricos llegaron un poquito tarde: según sabemos la Conquista ocurrió en 1521, esto es, casi dos mil años después del Siglo de Pericles y más de mil quinientos años luego del fallecimiento de Marco Tulio Cicerón:
“Nosotros llegamos a la historia cuando el mundo había tenido ya muchas de sus experiencias definitivas, y cuando muchos comensales se habían sentado ya en el banquete de la cultura y se estaba sirviendo un manjar condimentado con nuevas especies, las especies del Renacimiento. De improviso un pueblo que surgió de la floración latina, trasplanta su saber renacentista a las nuevas tierras y de repente aparecemos con ciencia, derecho, teología, filosofía, literatura, clásicos latinos y griegos”.
No creo malinterpretar si entiendo que el filósofo toluqueño —nació en Santa Cruz Atzcapotzaltongo, municipio de Toluca de Lerdo— pensaba que somos —yo escribo somos porque él, don Rafael, escribió Nosotros— un pueblo que llegó tarde al “banquete de la cultura” y también “a la historia”. ¡Ah, caray! Pensémoslo… ¿Entonces dónde estábamos antes de llegar a la historia? Obvio: fuera de la historia. ¿Es posible? Indiscutiblemente si ese nosotros no hubiera existido antes, porque todo indica que para transcurrir en la historia se precisa, al menos, existir, ¿cierto? Pero, bien sabemos que en estas nuevas tierras sí había gente antes de que se trasplantara el saber renacentista. De hecho, el propio Rafael Moreno así lo consigna, puesto que sostiene que, si de Europa nos llegó “la razón latina”, “el mundo indígena nos dio su sensibilidad”. Luego, había un mundo previo acá, por lo cual se mantiene la interrogante: dado que pueblos originarios existían y estaban fuera de la historia, ¿dónde estaban?
Pidamos auxilio al doctor Gaos, quien, dieciséis años antes de que apareciera el texto de su pupilo, publicó un ensayo acerca de “las relaciones entre lo humano y la historia, entre humanidad e historicidad” (“Sobre Sociedad e Historia”, Revista Mexicana de Sociología). Diserta y enuncia tres posibilidades:
1) Historia > Humanidad. Lo histórico abarca todo lo humano y lo sobrepasa: hay una historia del sistema solar o de la Tierra o de la vida… Toda sociedad humana se desarrolla en la historia. La historia sería “el continente en que se desarrolla la sociedad humana”. Así, todas las obras humanas tienen su historia: la historia de la cocina, por ejemplo, o la historia de la esgrima o la del tlachtli o juego de pelota…
2) Historia = Humanidad. Si la naturaleza humana es histórica, “el hombre estaría en mutación constante y total, tendría sólo historia.” Una sociedad ahistórica sería imposible. Nada humano podría estar fuera de la historia.
3) Historia < Humanidad. Sin cambio no hay historia: “es lo que nos parece que pasa con las generaciones animales y vegetales. Aún admitiendo la evolución o las variaciones bruscas de las especies…, los caballos de Aquiles o el perro de Ulises no son diferentes de nuestros caballos y perro…” Así que “si no hubiese estas diferencias entre las sucesivas y superpuestas generaciones humanas”, habría humanidad sin historia. Lo mismo ocurriría con “una sucesión de generaciones… ignorantes de su propia sucesión”, porque “la historia se constituye en la conciencia mnémica, tradicional, historiográfica, de sí misma. Sin historiadores no habría, no sólo historiografía, lo que es tautológico, sino tampoco historia”.
Gaos concluye: “historia implica la pluralidad sucesiva y superpuesta de las colectivas generaciones humanas, en cuanto diferentes unas de otras…” El ser histórico precisaría cambio y conciencia del cambio, conciencia histórica. Enseguida, sin ambages el filósofo español-mexicano —obtuvo su doble ciudadanía en 1941— deduce: “… los pueblos salvajes son precisamente aquellos… que no se han ‘diferenciado’ a través de las edades… Las generaciones de los salvajes parecen tan iguales entre sí como las de los animales. Los pueblos salvajes son los que hacen igual desde siempre, los que no tienen historia”. Salvaje es un terreno agreste, limpio de intervención antrópica, y salvaje es también tanto una planta no cultivada, silvestre, como un animal no domesticado, indómito. En quinta acepción, el diccionario de la RAE define salvaje como “primitivo, no civilizado”, y en séptima, de plano, como “inhumano”. Salvajes serían los hombres y mujeres que durante miles y miles de años anduvieron a salto de mata, no cultivaron campos y vivieron haciendo prácticamente lo mismo de generación en generación. Sólo con el sedentarismo, la escritura y la historiografía habría comenzado la historia. Sin embargo, advierte José Gaos, no sólo podríamos encontrar “generaciones humanas inmutables y ajenas a la historia” en tiempos prehistóricos: en la actualidad se mantienen así “hombres del pueblo, del campo…, ciertos artesanos, que perviven, en un estado relativamente cercano al llamado estado de naturaleza”. Como nuestros antepasados prehistóricos, “todos estos hombres tampoco tendrían historia”.
Aristóteles sostuvo que sin polis no existe sociedad humana (Política). Pensaba que antes de la polis la humanidad no había alcanzado su plenitud, que es la vida civilizada. También Gaos piensa que la humanidad cabal solamente es asequible en las ciudades: “la historia acaba por parecer cosa privativa de los hombres cultos de las ciudades. Estos, exclusivamente, la harían y la sufrirían con todos sus efectos… La asociación, la identificación, incluso de historia, cultura y ciudad no parece, por lo demás, arbitraria, antes, por el contrario, tan fundada como sugestiva… La cultura es obra de las ciudades, que, recíprocamente, son la obra maestra de la cultura. El urbano y el culto son conceptos muy cercanos.”
En suma, el maestro de Rafael Moreno, el doctor Gaos, pensaba que sí, que es perfectamente posible que existan grupos humanos que vivan fuera de la historia, “…intactos [de] su vertiginoso atropello”. Más todavía, arguyó que “porciones cuantitativamente ingentes de la humanidad habrían vivido, vivirían aún al margen de la historia… Exclusivamente… de muy pequeñas porciones de la humanidad resultaría propia la historicidad”.
Por tanto, es difícil pensar que don Rafael haya incurrido en un dislate lírico cuando escribió que “nosotros llegamos a la historia cuando el mundo había tenido ya muchas de sus experiencias definitivas”, sino que lo hizo consciente de lo que afirmaba y de sus implicaciones, toda vez que partía de un marco teórico que en su momento le proveyó su mentor empatriado en México. En corto: aseverar que fuimos incorporados a la historia hasta la Conquista entraña valorar a los pueblos prehispánicos, en principio a los conquistados, como salvajes e incivilizados. ¿Un juicio sostenible?
Difícil creer que don Rafael no supiera que Cortés y sus aliados indígenas sitiaron y tomaron una ciudad enorme, México-Tenochtitlan, de hecho, la más grande de todo el mundo en ese momento. Cuesta trabajo creer que Moreno M. no conociera la descripción que el extremeño escribió de la vida civilizada que encontró incluso antes de maravillarse con México-Tenochtitlan en la muy menor Tlaxcala:
“La cual ciudad es tan grande y de tanta admiración…, porque es muy mayor que Granada…, y de tan buenos edificios, y de muy mucha más gente…, y muy mejor abastecida… Hay en esta ciudad un mercado en que… todos los días, hay de treinta mil ánimas arriba vendiendo y comprando… En este mercado hay todas cuantas cosas, así de mantenimiento como de vestido y calzado… Hay joyerías de oro y plata y piedras, y de otras joyas de plumaje, tan bien concertado como puede ser en todas las plazas y mercados del mundo. Hay mucha loza…, y tal como la mejor de España. Venden mucha leña y carbón y yerbas de comer y medicinales. Hay casas donde lavan las cabezas…; hay baños. Finalmente…, hay toda manera de buena orden y policía, y es gente de toda razón y concierto…”
Apenas el jueves 19 de enero, de la semana pasada, durante la mañanera, el presidente López Obrador dijo: “… no se le ha dado la importancia que tiene a nuestro pasado histórico y nos hemos quedado en los quinientos años de conquista o de intervención. Cuando mucho, hemos bajado doscientos años más con la fundación de Tenochtitlan, pero de ahí hacia más abajo no hay mucho conocimiento, y son raíces muy profundas las del México nuestro.” Al día siguiente, insistió en el tema y dijo: “Nos hicieron creer que la historia de México se inicia desde la llegada de los españoles con la Conquista, con la invasión, quinientos años, o con la fundación de Tenochtitlan, 200 años antes. Que tenemos una historia de setecientos años. ¡No, tenemos una historia de dos mil, tres mil años antes de la era cristiana!”
Efectivamente, aquí en lo que actualmente es México surgió hace más de tres mil quinientos años una de las pocas civilizaciones primigenias del mundo, la llamada cultura madre olmeca, de la cual provienen una serie de tradiciones que han llegado hasta nuestros días. En 2010, don Miguel León Portilla reflexionaba:
“Para comprender la significación de Mesoamérica a la luz de la Historia Universal, porque tiene un lugar en ella, hay que tomar en cuenta que a lo largo de la Historia Universal han sido pocos los focos donde una civilización originaria ha surgido. ¿Qué entiendo por civilización originaria? Un conjunto, una constelación de creaciones, que van en torno a la revolución urbana… El chiste de la civilización originaria es que ella surgió sin que otra civilización le diera, por así decirlo, el empujón…”
Pero también es cierto que, seguramente todavía aterrados frente a la posibilidad del resurgimiento de aquella civilización tan distinta como magnífica, los conquistadores decidieron enterrarla. Se exterminó buena parte de la población y su mundo simbólico trató de ser desterrado, al tiempo que se transterró la tradición histórica europea. Por supuesto, mucho más que la sensibilidad del mundo indígena perdura entre nosotros.
El mismo José Gaos argumenta que “a la historia sólo pertenecen, o sólo pertenecen por modo eminente, las obras y las personalidades… históricas, precisamente engendrándose así un nuevo sentido del término ‘histórico’: no ya lo que forma parte de la historia, sino lo que es eminente o relevante en ella”. Dejar de soterrar el pasado civilizatorio prehispánico, desenterrarlo, significa activar su relevancia y apropiarnos de su eminencia. Hacerlo debe ser parte del nuevo humanismo mexicano.
@gcastroibarra