ELa incómoda verdad incomoda | l peso de las razones por: Mario Gensollen - LJA Aguascalientes
14/02/2025

El peso de las razones

La incómoda verdad incomoda

En tiempos de polarización y certeza absoluta, es cada vez más evidente que las creencias se han convertido en barricadas impenetrables. Nos aferramos a ellas como si fueran el último bastión de la verdad, y no es raro que esas creencias se encierren en cámaras de eco donde solo encontramos lo que ya pensamos. Sin embargo, la comodidad de la certeza no garantiza la veracidad de lo que creemos. La historia está llena de ejemplos donde nuestras convicciones más arraigadas resultaron ser obsoletas o, en su peor caso, peligrosas.

Uno de los episodios más reveladores de la historia de la ciencia se da en la figura de Galileo Galilei. En el siglo XVII, Galileo, armado con un telescopio, hizo una serie de descubrimientos que contradecían las creencias de su época sobre el cosmos. Sus observaciones mostraban, entre otras cosas, que la Luna no era una esfera perfecta, como afirmaba la tradición, sino que tenía montañas y valles. Además, descubrió que Júpiter tenía lunas propias, lo cual desafiaba la visión geocéntrica del universo que sostenía que todos los cuerpos celestes giraban alrededor de la Tierra. Sin embargo, pese a la evidencia empírica, muchos se negaron a aceptar sus hallazgos. No era sólo un desacuerdo con la ciencia, sino un conflicto de creencias profundamente arraigadas, en muchos casos alimentadas por la autoridad religiosa, que veía en la nueva visión una amenaza a su poder.

La resistencia al cambio no es exclusiva de las épocas pasadas. La historia reciente está plagada de ejemplos de personas que, por motivos ideológicos o políticos, han defendido teorías y prácticas desacreditadas, incluso cuando los hechos demostraban lo contrario. El caso del biólogo Trofim Lysenko en la Unión Soviética es un claro ejemplo de cómo la creencia en una visión “oficial” puede llevar a consecuencias devastadoras. Lysenko, convencido de que la genética mendeliana era un producto de la ciencia burguesa, propuso teorías agrícolas erróneas que fueron adoptadas como dogma en la URSS. Su influencia y el apoyo político que recibió durante décadas llevaron a la propagación de sus ideas falsas, lo que resultó en una grave crisis alimentaria que causó la muerte de millones de personas. Lo peor no fue el desastre en sí, sino que la resistencia al cuestionamiento y la negación de la verdad científica siguieron alimentándose de una creencia ideológica más que de un examen riguroso de la realidad.

Este tipo de dinámicas nos lleva a una reflexión incómoda: nuestra capacidad para cuestionar nuestras propias creencias es cada vez más limitada por la influencia de nuestros grupos sociales y las narrativas predominantes. Vivimos en una era de sobrecarga de información, donde los hechos parecen relativizarse en función de la ideología de cada quien. A menudo, preferimos aferrarnos a lo que ya creemos porque nos otorga una sensación de seguridad, de pertenencia. Pero la verdad no depende de la cantidad de personas que la afirmen, ni de lo cómodos que nos sintamos en su abrazo.

En este sentido, el ejercicio del pensamiento crítico se convierte en una tarea vital. No se trata de caer en el escepticismo absoluto ni de dudar de todo, sino de aprender a identificar los puntos ciegos en nuestras propias creencias y estar dispuestos a modificarlas cuando la evidencia lo exija. Esto implica no sólo estar dispuestos a cambiar de opinión, sino también a reconocer que, a veces, nuestras creencias están moldeadas por intereses ajenos a la búsqueda de la verdad.

El problema no radica únicamente en aquellas personas que sostienen ideas erróneas, sino en todos nosotros, en nuestra incapacidad colectiva para cuestionar lo que nos parece “normal” o “cierto”. La verdad se encuentra en el proceso de revisar nuestras ideas constantemente, de reconocer que lo que pensamos podría no ser completamente correcto. Esta revisión no es un signo de debilidad, sino de madurez intelectual y ética. En un mundo lleno de incertidumbres, solo quienes están dispuestos a mirar más allá de sus propias convicciones pueden acercarse a una comprensión más precisa de la realidad.

Lo que nos hace humanos no es nuestra capacidad para aferrarnos a lo que creemos, sino nuestra habilidad para modificar nuestras creencias cuando los hechos nos desafían. La historia nos ha demostrado, una y otra vez, que las creencias más arraigadas pueden ser las más peligrosas cuando se niegan a ser cuestionadas. El desafío de nuestra época, entonces, no es sólo el de la confrontación entre creencias, sino el de la disposición a cuestionar, incluso cuando eso signifique enfrentar la incomodidad de la verdad.


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