Recientemente en la agenda pública cobró notoriedad el tema de la corrupción en México a raíz de que Transparencia Internacional publicó el Índice de Percepción de Corrupción 2024 (https://shorturl.at/EO4ZB) en el que nuestro país se ubica en la posición 140 de 186 países evaluados, lo cual nos indica que al menos en la percepción social esa conducta nociva se mantiene con tendencia al alza. Ya anteriormente, en 2023, el INEGI había informado que el 83% de la población considera que la corrupción es un problema “frecuente o muy frecuente” y que 6 de cada 10 personas fueron víctimas de corrupción policial.
Es común y frecuente que en todos los ámbitos se asegure que la corrupción es uno de los grandes problemas nacionales. Y es una gran verdad, aunque ciertamente ese problema y otros fenómenos nocivos que enfrenta el país, como la delincuencia e incluso la inseguridad pública, no surgen por generación espontánea. Son resultado y efecto de la impunidad generalizada, que viene a ser la causa que provoca debilidad de nuestro estado de derecho y origina la precaria cultura de la legalidad de nuestra sociedad.
Se ha afirmado que la corrupción ya es un problema cultural en la sociedad mexicana debido a que se ha normalizado en amplias capas de la población. Su práctica ya cuenta con aceptación social y se manifiesta de diversas maneras, desde las expresiones populares y coloquiales como “el que no tranza no avanza”, “el que juega limpio, limpio se queda”, “si roba, pero salpica”, “si no aprovechó el cargo para hacer dinero fue tonto”, “hay que ponerse la de el Puebla”, “ya sabes, hay que pagar el diezmo”, “más vale arreglarse bajo la mesa”, etc., hasta la práctica de la “mordida”, o la búsqueda de la “palanca” para realizar trámites oficiales.
Sin embargo, no porque existan expresiones coloquiales acerca del fenómeno, quiere decir que su origen sea la cultura popular o nacional. Pues la cultura, en tanto su existencia como superestructura, tan solo evidencia el hecho de que en la vida pública del país existen asuntos de todas dimensiones que se resuelven al margen de la normas legales, y que su generalización y prevalencia por tiempos prolongados ha provocado que penetre en casi todas las esferas sociales y casi todos los entes públicos.
Incluso es común que se intente socializar e incluso diluir la responsabilidad de la corrupción. Frases como “la corrupción somos todos”, “un acto de corrupción requiere dos” y “los ciudadanos estimulan la corrupción” reflejan una parte de la verdad pero no explican y mucho menos justifican que un servidor público infrinja las normas para realizar o permitir una acción ilegal.
El particular que ofrece o entrega una prebenda a un servidor público incurre en una infracción o delito que en todo caso debiera ser informado por la autoridad que interviene, y el particular debiera ser sancionado de acuerdo con la norma. El particular estaría incurriendo en infracción o delito de cohecho. El acto de corrupción es el que realiza el servidor público de cualquier nivel, porque tiene el compromiso y se le paga por hacer cumplir la ley y representar la autoridad del Estado.
En todo caso es la autoridad quien ha sido instituida para ejercer en sus diversos ámbitos el estado de derecho a través del cumplimiento de la ley. De ahí que tiene gran sentido de razón la frase popular de que “la corrupción, como la basura en las escaleras, se debe barrer de arriba hacia abajo”. Es decir: la responsabilidad de garantizar legalidad en la vida pública del país es de la autoridad en sus diferentes niveles y órdenes, y para ello cuenta con un importante abanico de instrumentos legales, el primero y más importante sin duda es el monopolio del uso de la fuerza y la coacción legal, pues la comunidad y las personas que conviven en ella otorgan a su entramado político denominado Estado y sus instituciones de gobierno las facultades para ejercer las normas consensadas en las leyes. Otras herramientas son la educación y la promoción de la cultura de la legalidad, cuyo uso eficiente puede estimular la evolución a sociedades de convivencia armónica y pacífica.
Cuando la autoridad constituida como gobierno, por incapacidad, por deficiencias en sus leyes o por otros intereses no logra la aplicación racional y generalizada de las normas legales, especialmente ante las conductas delictivas que afectan el servicio público, la vida pública, o la seguridad y el patrimonio de las personas, es que se puede decir que se vive un grave problema de impunidad.
En ese aspecto, vivimos aún una realidad preocupante, pues en el Índice General de Impunidad 2024 (IGI) (https://shorturl.at/8A3DD) desarrollado por el Instituto de investigación en Administración Pública e Innovación Institucional (IIAPII) de la Universidad de las Américas, se coloca a México entre los 15 países con mayor impunidad, en la posición 80 de 115 países estudiados, donde países como Alemania, Dinamarca y Suecia son los de menor impunidad.
El reto de México y sus gobiernos es fortalecer el estado de derecho, reducir al mínimo la impunidad y, con ello, lograr niveles aceptables de seguridad pública, y también de erradicación de la corrupción y todos los fenómenos nocivos que ésta trae consigo.
Tradicionalmente se ha asumido que el combate a la corrupción en México está y debe estar en manos de la principal figura de autoridad política, la Presidencia de la República. Así lo decía AMLO y recientemente un analista prestigiado como lo es Zepeda Patterson afirmaba (https://shorturl.at/2Iuy9) que el combate a la corrupción reside en la voluntad política de la Presidenta de la República. Pero ese reconocimiento al peso del presidencialismo puede tener doble filo, pues en todo caso los resultados positivos o negativos serían adjudicables a la figura presidencial. Tal vez la reconfiguración del estado mexicano, en su lucha histórica contra la impunidad, la corrupción, la inseguridad, y el fortalecimiento del estado de derecho, requiera que no toda responsabilidad pública se concentre, sino que los distintos órganos republicanos respondan por sus obligaciones.




