“La resignificación de la existencia es probablemente la libertad más afable a la que se puede aspirar en este devenir de ilusiones”.
Estimado lector de este reconocido medio, con el gusto de saludarle como cada semana, quiero aprovechar esta ocasión para hablar de tres caminos que tienen elevadas coincidencias. El modo de interpretar la vida radica en la opción ontológica de un camino guiado por el cuestionamiento ínclito de una noble verdad, de la fortaleza interna para abrazar el dolor, y para dejar que la vida simplemente fluya en el periplo de un atardecer. Agradezco su tiempo y atención en demasía, la confianza que un lector deposita en quien escribe es un síntoma maximizado de confianza, gracias totales.
La sombra de Sísifo quisiera evocar a una serie de preguntas con poco sentido a fin de que su paso fuese más certero, no obstante, es menester entender que tanto el estoicismo, el budismo y el existencialismo refieren que nada en esta vida es permanente, que la única constante que tenemos los seres humanos es el cambio y que en la medida en la que nos desprendamos de los apegos el dolor y el sufrimiento se reducirán, para entrar en la contemplación de un sin sentido afable, es decir, que la interpretación dogmática establecida por los seres humanos es tan fugaz como el segundo que acaba de pasar.
Evidentemente el texto puede relucir de manera muy simplista el alcance que tienen los postulados de Zenón, de Marco Aurelio, de Epicteto, o de Sartre, Camus y Kierkegaard, mucho menos lo que extiende la filosofía budista, en la cuatro nobles verdades o en sendero óctuple. No obstante, en esto momentos tan subversivos en los que vivimos, resulta más que necesario abordar los antídotos y las proezas mas afables ante la crisis de identidad, la ansiedad, la depresión, el suicidio, la inercia escabrosa de la sobreproductividad.
“No insistas en el pasado, no sueñes en el futuro, concentra tu mente en el momento presente, No te sabotees a ti mismo adoptando involuntariamente actitudes negativas e improductivas a través de tus relaciones con otros, depende exclusivamente de ti darle sentido a tu vida”.
La velocidad con la que el mundo actual se mueve ha hecho que las sociedades pierdan el sentido de arraigo y pertenencia. La modernidad líquida, como diría Bauman, ha instaurado una forma de vida en la que todo es efímero: las relaciones, los valores, las ideas y hasta la identidad misma. La falta de principios sólidos ha desencadenado un vacío existencial que se traduce en desesperanza y crisis colectivas. La virtud, antes entendida como el eje rector de la vida, ha sido reemplazada por una búsqueda incesante de reconocimiento superficial, donde la imagen importa más que la esencia y la validación externa es el único motor de la autoestima.
El consumismo ha logrado permear hasta los rincones más íntimos de nuestra existencia, haciéndonos creer que el bienestar se puede adquirir con transacciones y que la plenitud depende del número de posesiones acumuladas. La mercantilización de la felicidad ha generado individuos insaciables, atrapados en la paradoja de tener más y sentir menos. El sentido de comunidad ha sido reemplazado por una competencia despiadada, donde el valor de una persona no radica en su humanidad, sino en su capacidad de producir, consumir y aparentar éxito. Lo que antes era un medio de sustento se ha convertido en el fin último de la existencia: trabajar para comprar y comprar para llenar el vacío de un alma que ha olvidado cómo encontrarse a sí misma.
La vida contemplativa, que alguna vez fue el pilar del pensamiento profundo y el autoconocimiento, ha sido desplazada por la tiranía de la hiperproductividad. No hay tiempo para la introspección ni para la pausa reflexiva; la exigencia de ser constantemente eficientes ha dejado a la humanidad en un estado de agotamiento físico y mental. La contemplación de un amanecer, el placer de un libro sin prisas o la reflexión sobre el propio destino han sido relegados a caprichos de quienes “pierden el tiempo”. En su lugar, la ansiedad se ha convertido en el común denominador de las generaciones que se sienten inútiles si no están ocupadas, aunque la ocupación no tenga un propósito real.
Es aquí donde la única revolución posible es la interna. No podemos cambiar al mundo ni frenar el caos que lo domina, pero sí podemos cambiar nuestra percepción de él. En lugar de aferrarnos a la ilusión de la felicidad, que es pasajera e inalcanzable en su totalidad, deberíamos aspirar a la paz. Porque la paz no depende de factores externos ni de circunstancias favorables; la paz es un estado de aceptación, de equilibrio y de desapego. No es la meta final, sino el camino mismo, aquel que nos permite transitar la vida sin ser esclavos de lo que no podemos controlar.
In silentio mei verba, la palabra es poder.