El feminicidio de Rosaura y el asesinato de su madre y su hermano en Mineral de la Reforma no solo son una tragedia, sino una muestra de la negligencia del Estado. Las palabras del gobernador de Hidalgo, Julio Menchaca Salazar, al afirmar que “el Estado no le falló a Rosaura, sino la persona que la mató”, no solo resultan indignantes, sino que representan un intento de deslindar responsabilidades ante un crimen que sí pudo prevenirse.
Rosaura había denunciado a su agresor, Marco Antonio M. G., en al menos dos ocasiones por violencia familiar y privación ilegal de la libertad. A pesar de contar con medidas de restricción y de que su atacante estuvo brevemente en prisión, el sistema judicial le otorgó una suspensión condicional del proceso, lo que le permitió quedar en libertad. La omisión de las autoridades fue evidente: el agresor continuó acosándola, privándola nuevamente de su libertad solo unos días antes de asesinarla junto con parte de su familia. La pregunta obligada es: ¿de qué sirvió la denuncia de Rosaura si las autoridades encargadas de protegerla no hicieron su trabajo?
Lejos de reconocer las fallas del sistema de justicia y seguridad en Hidalgo, el gobernador Menchaca intentó minimizar el problema. Argumentó que no hay suficiente personal para dar “marcaje personal” a todos los habitantes del estado, como si garantizar la seguridad de una mujer en peligro dependiera de una vigilancia individualizada y no del funcionamiento de instituciones capacitadas para actuar con eficacia ante casos de violencia de género. Además, en un intento de justificar la situación, insistió en que la violencia es un problema estructural del país y del mundo, señalando que “hechos lamentables ocurren en todas partes, incluso en Suecia”.
Este tipo de declaraciones no solo resultan ofensivas para las víctimas y sus familias, sino que evidencian una falta de compromiso y de sensibilidad ante la crisis de violencia de género que atraviesa Hidalgo. El feminicidio de Rosaura no fue un hecho aislado, sino la consecuencia de un sistema que sistemáticamente falla a las mujeres. Su asesinato se suma a otros casos recientes, como el feminicidio de Estrella Yoselin, de 15 años, y los homicidios de los adultos mayores Francisco y María Guadalupe en la misma región.
Las contradicciones entre las distintas autoridades también exponen la falta de coordinación y la negligencia institucional. La presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Hidalgo, Rebeca Stella Aladro Echeverría, aseguró que ni el Ministerio Público ni Rosaura se opusieron a la liberación de su agresor, mientras que el encargado de la Procuraduría estatal, Francisco Fernández Hasbún, desmintió esta versión, asegurando que el Ministerio Público sí se había opuesto y que existía evidencia en video que lo probaba.
A esto se suma la responsabilidad de las autoridades municipales. A pesar de que Marco Antonio M.G. dejó la policía de Mineral de la Reforma después de su liberación, testimonios de allegadas a Rosaura aseguran que el expolicía continuó usando su uniforme y patrullas oficiales para acosarla e intimidarla. Sin embargo, el ayuntamiento negó contar con evidencia de estos hechos y el alcalde Eduardo Medécigo Rubio respondió descalificando las críticas y asegurando que “somos más los buenos”.
La negligencia no termina ahí. Tras su salida de la policía, Marco Antonio M.G. se incorporó a una empresa de seguridad privada, lo que evidencia otro problema grave: la falta de regulación de estas compañías, que operan sin permisos ni controles adecuados. Fue solo después del feminicidio que el gobierno de Hidalgo anunció que comenzaría a revisar el funcionamiento de estas empresas, una medida tardía que no salva vidas, sino que simplemente reacciona a una tragedia consumada.
El asesinato de Rosaura y su familia podría haberse evitado si el Estado hubiese hecho su trabajo. No fue una “decisión individual” lo que acabó con su vida, sino la indiferencia de las instituciones encargadas de garantizar su seguridad. En un país donde la violencia de género cobra la vida de diez mujeres al día, el negacionismo de las autoridades no solo es inaceptable, sino cómplice.
Mientras los discursos oficiales sigan culpando a las víctimas y eludiendo responsabilidades, la impunidad seguirá garantizando que casos como el de Rosaura se repitan una y otra vez. La pregunta es: ¿cuántas muertes más harán falta para que el Estado deje de fallarle a las mujeres?