Perder el tiempo y otras pequeñas formas de hacer una revolución - LJA Aguascalientes
13/02/2025

No hay nada más gratificante que no hacer nada en un mundo que nos exige productividad constante. Acostarse en el suelo sin pensar. Caminar sin un destino final. Desafiar las prisas del capitalismo con el “ocio no productivo”, como lo nombran los académicos, o “hacerse pendejo”, como se dice en la calle.

Lo puede hacer quien no está en una jornada laboral exhaustiva en la que produce todo el tiempo sin una mínima oportunidad de detenerse, porque cuando tiene un respiro, es en realidad su horario de comida. Al salir de su trabajo, le espera una odisea: tomar el transporte público, hacer largas filas, atravesar la infraestructura urbana que parece más un adorno de la ciudad, para finalmente llegar a su casa y descansar. Al día siguiente, la misma rutina, una y otra vez.

Guy Debord dice que, con la llegada de la burguesía al poder, el trabajo se convirtió en el valor supremo del entorno y la existencia misma: para esta clase se trata de acumular capital y mercancías, alterando constantemente las condiciones sociales y naturales de las demás clases para mantener el engranaje del sistema.

Perder el tiempo resulta un privilegio casi revolucionario. Es el propio y la burguesía quienes proponen de qué manera se utiliza. La clase privilegiada marca sus propios ritmos: comienzan el día a su antojo, no se enfrentan a la batalla del transporte público, terminan su jornada cuando lo deciden, mientras, al mismo tiempo, establece los horarios de quienes producen su riqueza.

Los fines de semana, supuesto puente de escape del sistema de prisas, exigencias y productividad, los convertimos en momentos para hacer pendientes, trabajar un poco más con el pretexto de “adelantar” o resolver asuntos personales que no alcanzamos a hacer entre semana.

Theodor Adorno lo advirtió en su texto “Hacia un nuevo manifiesto”, donde sostiene que el tiempo libre se ha convertido en una extensión del trabajo; en una ficción del descanso. Cuando descansamos, o pretendemos hacerlo, lo realizamos para poder volver a la productividad. Es la recarga energética para seguir trabajando y servirle al sistema. El ocio se ha convertido en una actividad programada y comercializada: “ocio productivo”. Incluso ahora el ocio es también una mercancía programada que la industria cultural nos impone, reproduciendo el consumismo que alimenta al capitalismo.

Podemos perder el tiempo de otras maneras: hacer nuestros trayectos de forma lenta, caminar con mesura, observar y contemplar los detalles de una ciudad cochista, donde parece que el caos es la rutina y la prisa, regla.

Hago pausas mientras hablo con otra persona, un respiro contra la inmediatez, de querer decir todo y economizar el largo encuentro. La otra persona abre los ojos, me incita a que continúe. Respiro. Suelto un chasquido. Nos observamos. Suelto una palabra por segundo, para saborear la compañía y prolongar la despedida.

Me dejo sorprender por lo mundano y contemplo como un acto político: una hoja cayendo de un árbol hasta tocar el suelo, una palabra nueva y seductora en mi lectura, dos personas que se encuentran en un lugar inimaginable y se entusiasman con su compañía, la risa singular, grave y contagiosa en la parada del camión de una persona desconocida, un hombre en su bicicleta en el semáforo simulando tocar la batería con sus manos.


Tenemos que explorar el mundo desde una nueva postura: no ceder ante el sistema. Hacerle la guerra a quien también nos la hace: el capitalismo; a enfrentarnos a las emociones y sentirlas para incomodarnos: ser vulnerable. Cuando no se puede perder el tiempo de manera directa, lo podemos hacer de otras formas. Dichas variables también son una pequeña revolución en contra de un sistema al que no le conviene la colectividad, la gestión y exploración de nuestras emociones de forma libre, la expresión —y exploración— de nuestros cuerpos, el habitar nuestra ciudad desde la intervención, el placer y el goce, la afectividad y la ternura y el explotar por querer vivir y habitar lo que nos pertenece.

Tercera Vía


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