La Columna J
Simios y Ángeles
Estimado lector de LJA.MX, como cada semana, es un placer saludarle y agradecerle su tiempo y atención para dar lectura a esta columna. Del mismo modo, expreso mi profundo agradecimiento a Gabriel Ramírez Pasillas, a Edilberto Aldán y a todo el equipo de este gran medio de comunicación, LJA.MX.
En esta ocasión, quiero abordar distintos temas que surgen a raíz de las circunstancias actuales. En primer lugar, quiero compartir con usted una reflexión sobre un libro que leí recientemente: El aroma del tiempo, de Byung-Chul Han. Esta obra explora la desincronización que experimentamos los seres humanos y las sociedades modernas. Han plantea cómo el sobreaceleramiento del mundo contemporáneo genera disrupciones y vacíos, tanto físicos como existenciales, una característica categórica del siglo XXI.
El fenómeno de la sobreaceleración descrito por el autor es especialmente evidente en nuestra vida cotidiana. Habitamos una realidad en la que la inmediatez se ha convertido en la norma, donde las pausas son vistas como pérdidas de tiempo y donde la productividad se impone incluso sobre el bienestar. La digitalización y la hiperconectividad han intensificado esta sensación de urgencia constante, generando una paradoja inquietante: cuanto más rápido vivimos, más fragmentada y efímera se vuelve nuestra experiencia del tiempo. Perdemos la capacidad de contemplar, de disfrutar los momentos con profundidad, de encontrar sentido en la continuidad de nuestras vivencias.
Este ritmo acelerado no solo afecta a nivel individual, sino que también transforma nuestras relaciones interpersonales, reconfigura nuestras estructuras sociales y moldea nuestra percepción del futuro. La falta de pausa nos impide conectar con lo esencial, con lo que da significado a nuestra existencia. ¿Cómo podemos resistir esta vorágine y recuperar una relación más armónica con el tiempo? Tal vez la respuesta radique en aprender a desacelerar, a valorar el presente y a resignificar cada instante, no como un simple paso hacia lo siguiente, sino como una experiencia en sí misma.
Este tipo de acontecimientos nos llevan a cuestionarnos qué tanto hemos avanzado como civilización y hasta qué punto seguimos atrapados en los mismos patrones primitivos de tribus y confrontación. En Homo Deus, Harari expone cómo, a pesar de nuestros avances tecnológicos y científicos, seguimos siendo profundamente emocionales y vulnerables a narrativas simplistas que apelan a nuestros instintos más básicos: el miedo, la identidad de grupo y la necesidad de un enemigo común. Así, fenómenos como el auge del populismo, el resurgimiento de los nacionalismos extremos y la polarización social no son más que manifestaciones de una naturaleza humana que, aunque se cree evolucionada, sigue actuando bajo los mismos mecanismos de supervivencia que hace miles de años. Nos gusta pensar en nosotros mismos como seres racionales, pero la historia nos demuestra que la razón muchas veces queda subordinada a la emoción y a la manipulación ideológica.
Es por eso que elegí titular esta columna Simios y Ángeles, porque vivimos en esa constante dicotomía: por un lado, poseemos la capacidad de razonar, de innovar, de construir sociedades más justas y avanzadas; pero por otro, seguimos reaccionando con impulsos primarios, con tribalismos que nos dividen, con discursos que, en lugar de fomentar la evolución colectiva, refuerzan nuestras diferencias y nos llevan a la confrontación. En este sentido, la epistemología cobra una relevancia crucial, porque nos ayuda a comprender los límites y las posibilidades del conocimiento humano. Nos obliga a preguntarnos si realmente podemos aspirar a un pensamiento más elevado o si, como plantea Harari, estamos condenados a repetir una y otra vez los mismos ciclos de violencia, egoísmo y división.
En este escenario, la reflexión nietzscheana del Übermensch cobra una relevancia especial. Si bien Nietzsche hablaba del superhombre como aquel que trasciende la moral impuesta y se convierte en creador de sus propios valores, la realidad nos muestra que, lejos de evolucionar hacia esa versión elevada de nuestra existencia, seguimos atrapados en luchas internas, autodestrucción y conflictos ideológicos que nos impiden dar el siguiente paso en nuestra evolución. Nos jactamos de ser la especie más inteligente, la que ha conquistado el conocimiento y ha dominado la naturaleza, pero ¿qué hemos hecho con ese poder? Hemos devastado los ecosistemas, hemos generado desigualdades insostenibles y seguimos aferrándonos a estructuras de pensamiento que dividen más de lo que unen.
Quizá la verdadera pregunta no sea si estamos más cerca de los simios o de los ángeles, sino si aún tenemos la capacidad de replantearnos qué tipo de humanidad queremos construir. Si el conocimiento que acumulamos nos vuelve más sabios o simplemente más eficientes en perpetuar los mismos errores. La historia nos ha demostrado que la evolución no es solo biológica, sino también filosófica y ética. Si realmente aspiramos a algo más grande que la repetición de ciclos de violencia y destrucción, entonces es momento de asumir nuestra responsabilidad como individuos y como sociedad. De lo contrario, seguiremos atrapados en ese hilo delgado, oscilando entre la racionalidad y el instinto, sin dar nunca el salto que nos podría llevar a algo verdaderamente superior.
In silentio mei verba, la palabra es poder.