A propósito del aislamiento coronavírico de hace cinco años, que duró un buen montón de meses, recuerdo que en ese tiempo se estaba promoviendo un nuevo fraccionamiento en el suroeste de esta feriante capital. El anunciador, con marcado acento español, decía el nombre del lugar, que era el de alguna provincia ibérica; Castilla quizá, y luego lanzaba la frase vendedora: “siente el placer de quedarte en casa”.
Y sí… Nos quedamos en casa hasta decir basta, hasta hartarnos, y de seguro los que más batallaron fueron aquellos que tenían en ese momento niños de 5 años, de 10 y un poco más porque, ¿cómo explicarles el encierro, la imposibilidad de correr y saltar fuera de casa; cómo entretenerlos en ese sinfín de horas muertas?
Nos quedamos en casa porque no había de otra. Primero tuvimos el tiempo para lo que quisiéramos, y ante el pernicioso sedentarismo, no faltaron quienes organizaron sesiones cotidianas de ejercicio, tomando como ejemplo videos de especialistas en la Youtube, pero también hubo quienes aumentaron de peso a la voz de “todos los caminos conducen al refrigerador”, y luego, cuando no se veía la luz al final del túnel -quizá se había fundido el foco-, comenzaron las actividades a distancia. Algunas que ya existían se intensificaron en lo que sin duda fue un legado pandémico; aparecieron software para reuniones en tiempo real, gratis y de paga, y así como el coronavirus llegó para quedarse, así también las actividades en la Internet, educación, trabajo, juego, etc. Hoy en día son frecuentes los congresos en línea, los estudios de grado y posgrado en línea; los trabajos.
Nos quedamos en casa hasta que llegaron las vacunas, y poco a poco el mundo fue reabriéndose, aunque no faltaron quienes aceptaron esta reapertura con reservas. Me acuerdo que cuando ocurrió esto con los cines que están en la periferia, antes de la proyección de la película se transmitía un anuncio sobre todas las medidas que estaban tomado para garantizar la seguridad de las personas, la separación de lugares, la mentada sanitización, los mecanismos de renovación del aire acondicionado, etc. Era como si de esta forma nos dijeran: ¡Por favor regresen!, pero aun así el retorno fue muy lento. Nosotros, mi esposa y yo, que somos cineros de dosis semanales, mínimo, tuvimos un montón de, literalmente, funciones privadas; sólo nosotros dos inmersos en la oscuridad luminosa de la pantalla y en un sinfín de aventuras y dramas y relajos. Por cierto que ahora es frecuente observar en los créditos de las películas la función de “asesor de Covid”, algo así.
Llegaron las vacunas y se organizaron las aplicaciones masivas, primero en Ciudad Universitaria, y luego en centros deportivos, escuelas, etc. La imagen muestra una de estas sesiones en las antiguas instalaciones del taller del ferrocarril. La inoculación se realizaba en la Sala de Máquinas, el espacio más conocido por tanta fiesta y exposiciones (pero no artísticas), y la fila era tan larga que daba vuelta casi hasta el hospital Hidalgo, en el otro extremo del andador. ¡Fueron miles de personas las que pasaron por ahí!, entre tanta historia muda y solemne como acumulan las paredes y techos de los edificios. Por cierto, y aprovechando el viaje, probablemente fueron muchos los que tomaron consciencia de lo que ahí hay, la biblioteca con sus chimeneas limítrofes, como si se tratara de las torres de la catedral del saber, la Universidad de las Artes, el taller de la gráfica nacional, el Museo Espacio… Quien quite y regresen, no a vacunarse, sino a realizar alguna actividad; quien quite. O sí: a vacunarse en contra de la ignorancia y la fealdad. (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected]).