Ni el sueño es seguro en Gaza. Ni las mantas improvisadas, ni los refugios temporales, ni la noche silenciosa. La madrugada del martes fue un recordatorio brutal de que para la infancia palestina, la muerte no llega disfrazada de casualidad: llega con firma, bandera y autorización internacional. Según UNICEF, más de 130 niños y niñas fueron asesinados en un solo día, la cifra más alta registrada en un lapso de 24 horas desde que inició la escalada de violencia israelí contra la Franja.
Catherine Russell, directora ejecutiva de UNICEF, no se quedó corta: “Va más allá del horror”. No es un eufemismo: refugios bombardeados mientras los pequeños dormían, cuerpos bajo escombros, gritos silenciados por explosiones. En otras palabras, crímenes de guerra emitidos en vivo ante una comunidad internacional que reacciona con la misma agilidad que un modem de los noventa.
Este “récord” trágico no ocurrió en el vacío. Llega tras la ruptura del alto al fuego que se mantenía desde enero y que, como todos los acuerdos humanitarios en la zona, fue tan endeble como una tienda de campaña bajo bombardeo. Desde entonces, las ofensivas israelíes se han intensificado y, con ellas, el colapso total del aparato civil en Gaza.
La situación humanitaria está literalmente en ruinas. Israel ha bloqueado el paso de ayuda desde hace más de dos semanas. Ni alimentos, ni medicinas, ni agua potable pueden entrar. Para ponerlo en perspectiva: la principal planta desalinizadora de Gaza —vital en una zona donde el agua es más escasa que la justicia internacional— está paralizada por los cortes eléctricos impuestos también por Tel Aviv. UNICEF advierte que cientos de miles de niños no tienen acceso al agua. Y no se trata solo de sed: se trata de infecciones, enfermedades, mortandad.
En ese contexto, hablar de “supervivencia” no es retórica. Es una lucha literal. Un millón de niños “luchan por sobrevivir”, dice UNICEF. Y eso sin contar a los que no podrán ni intentarlo, porque ya están bajo los escombros. Gaza se ha convertido en el experimento más cruel del siglo XXI: una población civil —infancias incluidas— empujada al borde del exterminio, sin que nadie mueva un dedo.
Mientras tanto, las zonas designadas como “seguras” son también atacadas. El reciente bombardeo cerca de Mawasi, supuestamente una “zona humanitaria”, demuestra que las etiquetas no protegen de los drones ni del fuego aéreo. Lo que debería ser refugio, termina siendo trampa mortal.
Y no es la primera vez. Las cifras son ya indecibles: más de 17 mil niños asesinados desde el inicio del conflicto. ¿Cuántos más? La estadística ya no duele, se acumula. Y cada nuevo número borra al anterior, como si la repetición desactivara la alarma moral.
La reacción internacional oscila entre la tibieza y la parálisis. UNICEF insiste, casi con desesperación, en que se restablezca el alto al fuego, se permita el ingreso de ayuda humanitaria inmediata y se respete el Derecho Internacional Humanitario. Pero la voz se pierde en el viento, entre comunicados diplomáticos y promesas vacías. Porque, seamos honestos: si este nivel de carnicería infantil no detona una intervención, ¿qué lo hará?
Israel, por su parte, sigue manejando la narrativa con la soltura de quien sabe que nada le pasará. Se escuda en la seguridad nacional, pero su artillería apunta cada vez con más precisión a los símbolos de la vida civil: escuelas, hospitales, plantas de agua, y ahora también, los sueños infantiles.
El mundo observa. Algunos callan. Otros “condenan”. Pero en Gaza no hay tiempo para los comunicados. Hay niños enterrados, madres que ya no tienen hijos a quienes llorar, y una generación entera condenada antes de nacer. La pregunta ya no es si esto es un genocidio, sino cuántos días más se necesitarán para que el término sea oficialmente admitido.
