El peso de las razones
La nueva izquierda es la vieja derecha
El izquierdista, como el polemista de antaño, cree refutar una opinión acusando de inmoralidad al opinante.
Nicolás Gómez Dávila
Para Lee McIntyre (On Disinformation: How to Fight for Truth and Protect Democracy, MIT Press, 2023) la desinformación no es un desliz, es un método: “atacar a quienes dicen la verdad, mentir sin reparos, fabricar confusión y cinismo hasta que la verdad solo pueda emanar del líder”. Para McIntyre, la nueva censura de la derecha -encarnada en Donald Trump y el trumpismo- encuentra en la desinformación su herramienta más eficaz. No hay mejor forma de ocultar una verdad inconveniente y manipular a la población que envolverla en un torrente de falsedades. Su diagnóstico expone una estrategia que se ha elevado a la categoría de arte: saturar el espacio público con conspiraciones y mentiras hasta volver casi imposible distinguir la verdad.
Pero este juego tiene raíces más profundas. Evoca el relativismo que ciertos sectores de la vieja izquierda -como los posmodernos y sus piruetas deconstructivas, o las campañas de desinformación soviéticas- cultivaron con esmero. Aquella izquierda, al desmontar verdades absolutas, abrió inadvertidamente una grieta que hoy la derecha explota con maestría. Sin embargo, hay una paradoja inquietante en la que McIntyre no repara: la nueva izquierda, en un giro desconcertante, ha terminado encarnando actitudes propias de la vieja derecha. Quizá no en sus ideales, pero sí en su intolerancia y en el afán de imponer dogmas y una moralidad pública tan rígida como la que alguna vez desafió.
Esta nueva izquierda no necesita hogueras ni edictos para ejercer su censura; le bastan las redes sociales, las aulas universitarias y los círculos culturales autoproclamados árbitros de lo correcto. Su herramienta es un moralismo aparentemente incuestionable, un conjunto de principios que no invita al diálogo, sino que exige obediencia. El disidente -por una duda razonable, un matiz incómodo o un tropiezo verbal- no es refutado, es expulsado. La cancelación, el escrache digital, el ostracismo social: estos son los rituales de una nueva ortodoxia que castiga en lugar de conversar.
Un caso revelador ilustra esta dinámica con claridad. En 2022, la profesora de filosofía Kathleen Stock fue objeto de una intensa controversia por sus opiniones sobre la identidad de género y su impacto en los espacios académicos. Stock argumentó -basándose en análisis conceptuales y datos sobre políticas públicas- que ciertos enfoques predominantes merecían un escrutinio más riguroso, proponiendo un debate sobre sus implicaciones. A raíz de ello, enfrentó una campaña de críticas en redes sociales y protestas en su universidad, con acusaciones de “intolerancia” y demandas para que abandonara su puesto en la Universidad de Sussex, lo que finalmente ocurrió.
En plataformas digitales, sus detractores -muchos alineados con posturas progresistas- la señalaron como una amenaza a los valores inclusivos, mientras que otros exigieron boicots a sus publicaciones y eventos. Stock defendió su postura como un intento de abrir una discusión racional, pero las reacciones coordinadas en su contra revelan cómo la disidencia, incluso cuando se plantea desde un marco académico, puede ser silenciada bajo la presión de una ortodoxia que rechaza el diálogo abierto.
Si la extrema derecha, según McIntyre, usa la desinformación para confundir, la nueva izquierda ha elegido un camino inverso, pero igual de corrosivo: la censura revestida de virtud. Disentir ya no es desacuerdo, sino transgresión. Mientras la derecha ahoga la verdad en un mar de mentiras, la izquierda la sofoca bajo un moralismo asfixiante. Ambas erosionan desde flancos opuestos el espacio común donde respira la democracia: el de la pluralidad y la duda razonable.
El paralelismo va más allá de las tácticas. La vieja derecha custodiaba un orden moral basado en la tradición; la nueva izquierda lo hace desde la justicia social. Pero en ambos casos, el resultado es un marco ético impuesto sin discusión. Quien se desvía -por convicción o error- es un traidor a una causa que no admite imperfecciones. Así, la izquierda ha asumido el rol del inquisidor que no dialoga, sino que sentencia, replicando la lógica que alguna vez combatió.
Frente a este doble asedio, defender una sociedad libre exige un cambio de rumbo. No basta elegir entre el relativismo cínico de la derecha y el dogmatismo moralizante de la izquierda; hay que recuperar una actitud falibilista: abierta al cuestionamiento, anclada en la evidencia y humilde frente a la certeza de que nadie posee la verdad absoluta. La manipulación y la imposición son dos caras de una misma moneda autoritaria: ambas amenazan con reducir el discurso público a una guerra de ortodoxias enfrentadas. La polarización -y su consecuencia más negativa: el estancamiento en la resolución de problemas de interés público- es el resultado de la erosión de un marco común.
La nueva izquierda es la vieja derecha, no porque sus fines sean idénticos, sino porque ha asumido su intolerancia y su afán de controlar palabras y mentes. Solo una ciudadanía dispuesta a disentir sin miedo y a aceptar la imperfección humana podrá romper este juego de espejos. De lo contrario, permaneceremos atrapados entre dos dogmas que, bajo disfraces distintos, persiguen lo mismo: silenciar al otro.