Groenlandia, ese territorio helado que rara vez aparece en los titulares fuera de los mapas meteorológicos extremos, ha vuelto a encender los radares geopolíticos. No por sus auroras boreales, ni por el deshielo, sino porque Estados Unidos —más precisamente Donald Trump— quiere anexarla. O al menos, eso parece. Y no es broma: Vladimir Putin se lo ha tomado en serio. Muy en serio.
Durante un foro en Múrmansk sobre el Ártico, el presidente ruso dejó caer una afirmación que sonó a advertencia: los planes de Washington para anexionarse Groenlandia no son un exabrupto trumpiano ni un tweet sin filtro. Son —en palabras de Putin— “serios” y con “raíces históricas de larga data”. Según él, la obsesión viene desde el siglo XIX, cuando EE.UU. ya fantaseaba con sumar Groenlandia e Islandia a su menú expansionista. Aquello no prosperó por falta de apoyo en el Congreso, pero el anhelo, al parecer, nunca se fue del congelador.
Y mientras Putin insiste en que lo de Groenlandia no le incumbe directamente a Rusia (guiño, guiño), su discurso se carga de preocupación por la creciente presencia de la OTAN en el Gran Norte. Que si Finlandia y Suecia se integran al club, que si se ensayan operaciones militares en la nieve… Todo muy decorado con la promesa de que Rusia protegerá su soberanía y reforzará sus capacidades militares. No es paranoia si realmente hay tropas practicando maniobras a 40 grados bajo cero.
En este tablero ártico, el deshielo no solo libera osos polares: también abre rutas marítimas y acceso a recursos naturales codiciados. Mientras el cambio climático descongela los hielos eternos, la Ruta Marítima del Norte (NSR por sus siglas en inglés) se perfila como un atajo comercial que podría competir con el Canal de Suez. Rusia, ni lenta ni perezosa, ya transporta petróleo y gas natural por allí. Y Putin lo tiene claro: si el mundo quiere cruzar el Ártico, tendrá que hacerlo en barcos con bandera rusa… o al menos con permiso del Kremlin.
El plan ruso no es menor: triplicar la capacidad del puerto de Múrmansk, modernizar rompehielos —nucleares, por supuesto—, revitalizar ciudades soviéticas olvidadas y atraer capital extranjero (especialmente de aliados estratégicos como China o Emiratos Árabes). Todo esto, claro, sobre “bases medioambientales modernas”, porque no hay nada más ecológico que perforar el Ártico para sacar combustibles fósiles… pero con tecnología automatizada.
Ahora bien, si Rusia dice estar dispuesta a colaborar con Occidente en empresas conjuntas, ¿por qué tanta alarma por los movimientos de Trump? Porque, irónicamente, el “nuevo amigo” de Putin se ha tomado a pecho eso de la seguridad nacional. En declaraciones recientes, Trump describió Groenlandia como “vital” para los intereses internacionales de EE.UU., y aunque dijo que “odiaba tener que decirlo”, su país va a “tener que hacerlo”. Traducción: si no lo venden, lo tomamos. El ministro de Defensa danés no se lo tomó con humor y acusó al magnate de lanzar “amenazas ocultas”. Qué sorpresa.
Así, mientras uno habla de cooperación ártica y el otro de anexiones por seguridad, el tablero geopolítico se congela con la misma rapidez que se derrite el permafrost. Las tensiones no se reducen a un choque entre Trump y Putin (que a veces parecen más aliados que rivales), sino que envían señales de alerta a Europa, Ucrania y cualquier país que aún crea que el Ártico es solo un desierto blanco lleno de pingüinos (spoiler: los pingüinos no viven en el Ártico).
La pregunta ya no es si el Ártico será escenario de una nueva competencia entre potencias, sino cuánto tardará en materializarse el conflicto… y si lo hará con diplomacia, inversiones en rompehielos, o con maniobras militares disfrazadas de ejercicios de rutina. Porque en esta versión contemporánea de “La guerra fría 2.0”, el campo de batalla está lleno de hielo… pero cada vez menos.




