Mark Carney, el hombre que supo pilotar la crisis financiera de 2008 desde el Banco de Canadá y que luego impresionó a los británicos al dirigir su banco central, ahora tiene una nueva misión: mantener a Canadá en pie ante las amenazas (reales o retóricas) de su vecino del sur. Con un aplastante 85.9% de los votos en la elección interna del Partido Liberal, Carney se perfila para reemplazar a Justin Trudeau como primer ministro, aunque su llegada al cargo se da en un contexto más digno de una película distópica que de una transición política convencional.
Los liberales han decidido que la solución a sus problemas no es otro político de carrera, sino un banquero. Porque, ¿quién mejor que un experto en economía para enfrentar a Donald Trump, que ha convertido el comercio internacional en su deporte de contacto favorito? Desde el primer momento, Carney dejó claro que su prioridad es defender a Canadá de los embates del expresidente estadounidense, quien no solo ha desatado una guerra comercial con el país, sino que ha coqueteado con la idea de convertirlo en el estado número 51 de EE.UU. Y los canadienses, conocidos por su amabilidad, están en un inusual estado de beligerancia: se han reportado abucheos al himno estadounidense en eventos deportivos, boicots a productos estadounidenses y un repunte del sentimiento nacionalista.
En su discurso de aceptación, Carney fue directo: “No pedimos esta pelea, pero los canadienses siempre están listos cuando alguien más se rinde”. No contento con eso, también lanzó un paralelismo con el hockey (porque, ¿qué mejor manera de movilizar a un canadiense que recordarle el deporte nacional?): “En el comercio, como en el hockey, Canadá ganará”. No faltaba más.
Las tensiones con EE.UU. son el telón de fondo de esta transición, y Carney ya ha dejado claro que mantendrá los aranceles impuestos a la administración Trump “hasta que los estadounidenses nos muestren respeto”. Traducido: si Washington quiere hablar de comercio, primero tendrá que tratar a Canadá como algo más que su patio trasero. En una decisión que suena más a revancha que a estrategia económica, el nuevo líder liberal ha prometido que todo lo recaudado con los aranceles se destinará a ayudar a los trabajadores canadienses, una movida que seguramente generará más de un titular en los próximos meses.
El ascenso de Carney no solo marca el fin de la era Trudeau, sino que también expone la fractura dentro del Partido Liberal. Su principal rival en la contienda interna, Chrystia Freeland, abandonó el gobierno con una carta que dejaba claro su descontento con la dirección del partido. Su salida fue la última ficha de dominó que terminó de empujar a Trudeau fuera del escenario. Y aunque el primer ministro saliente se mostró emocionado en la ceremonia de despedida, nadie duda de que su renuncia es el resultado de un desgaste político que venía acumulándose con el aumento del costo de vida, el descontento con las políticas migratorias y el creciente escepticismo hacia su liderazgo.
Ahora, el gran interrogante es cuánto tiempo durará Carney en el cargo antes de que los canadienses decidan en las urnas. Se espera que haya elecciones generales en los próximos meses y, si el gobierno no las convoca, la oposición podría forzarlas con una moción de censura. En otras palabras, Carney tiene una oportunidad de oro para probar su valía, pero con un cronómetro en cuenta regresiva.
Mientras tanto, el nacionalismo canadiense sigue en ascenso y la batalla económica con EE.UU. apenas comienza. ¿Será Carney el estratega que Canadá necesita o solo un administrador temporal de una crisis que amenaza con volverse permanente? Lo único seguro es que, en esta historia, la política es solo una parte del juego; el resto lo decidirán los mercados, la diplomacia y, por supuesto, el hielo de la NHL.
