Donald Trump, fiel a su estilo de “si no gano, fue trampa”, ha firmado una orden ejecutiva que parece más una declaración de guerra al voto por correo que una política pública. Esta vez, su blanco son los votantes que no pueden presentar, a la hora del registro, una prueba documental de ciudadanía estadounidense. Pasaporte, ID, acta de nacimiento… o básicamente cualquier cosa que muchos ciudadanos no tienen a la mano, especialmente si son pobres, ancianos, mujeres casadas que cambiaron su apellido, o simplemente si viven lejos de una oficina gubernamental. Pero no se preocupen, es por la “integridad electoral”, nos dicen.
La orden, que llega en plena campaña rumbo a las presidenciales de 2024, no sólo obliga a los estados a exigir esta prueba documental, sino que condiciona fondos federales a su cumplimiento y restringe el conteo de votos por correo recibidos después del día de la elección. Detalle no menor: al menos 20 estados actualmente permiten el conteo de boletas que lleguen más tarde, siempre que estén selladas antes del cierre. Pero para Trump, eso es terreno fértil para el fraude… aunque ninguna corte ni investigación haya encontrado evidencia significativa de ello.
La medida también ordena a varias agencias federales —DHS, Seguridad Social, Departamento de Estado, e incluso el recién inventado “Departamento de Eficiencia Gubernamental” liderado por Elon Musk (sí, así como suena)— que compartan bases de datos para purgar listas de votantes de “no ciudadanos”. ¿Quién vigila que no se depure a ciudadanos naturalizados por error? Nadie lo tiene muy claro, y la historia reciente muestra que esos errores ocurren más de lo que nos gustaría.
A esto se suma una reforma a los formularios federales de registro por correo, que ahora deberán incluir el requisito de comprobante de ciudadanía. La Comisión de Asistencia Electoral, encargada de dichos formularios, deberá alinearse o enfrentar la congelación de fondos. Dato curioso: esa misma comisión tiene un equilibrio partidista con dos republicanos y dos demócratas. ¿Quién decide qué hacer con el formulario? A ver quién parpadea primero.
Y mientras los aliados de Trump, como Brad Raffensperger en Georgia, celebran la medida como un paso necesario para evitar la “influencia extranjera” (traducción: no ciudadanos votando, algo que ya es ilegal y penalizado desde 1996), expertos en derecho electoral no tardaron en señalar lo evidente: esto no solo es una posible extralimitación del poder ejecutivo, sino que abre la puerta a la supresión de votantes perfectamente legales. Richard Hasen de UCLA lo llamó sin rodeos “supresión de votantes pura y simple”. La ACLU, por su parte, denunció que esta orden afectará desproporcionadamente a votantes de color, personas mayores y con discapacidad, es decir, los usualmente invisibles.
Pero no todo está perdido. La Constitución sigue dándole a los estados la autoridad primaria sobre los procesos electorales. Por eso, el decreto enfrentará sin duda una avalancha de impugnaciones legales. Marc Elias, abogado electoral y archienemigo de Trump, ya prometió que “esto no se sostendrá”. Y tiene práctica: fue parte clave de los litigios que bloquearon los intentos de revertir el resultado electoral de 2020.
Así que, en resumen, Trump vuelve a hacer lo que mejor sabe: sembrar dudas sobre el sistema, presentar soluciones drásticas a problemas poco demostrados, y movilizar a su base con la promesa de que “esta vez sí” las elecciones serán limpias… siempre y cuando él gane, claro está. Mientras tanto, millones de votantes podrían encontrarse ante nuevas barreras burocráticas por el simple hecho de no tener un papel en regla. O como lo llaman en la Casa Blanca de Trump: “proteger la democracia”.




