La madrugada del 1 de abril de 2025, Islandia despertó —otra vez— al rugido de la tierra. Una fisura volcánica se abrió paso en la península de Reykjanes, expulsando lava, gas y humo en un espectáculo geológico que, aunque extraordinario, ya no sorprende tanto a los habitantes de esta isla del Atlántico Norte.
Grindavík, una localidad pesquera al suroeste del país, y el famoso balneario geotérmico Laguna Azul fueron evacuados con horas de anticipación. Las autoridades, basadas en el monitoreo continuo del terreno, declararon el estado de emergencia antes de que el magma comenzara su ascenso a través de grietas de más de mil metros de longitud. Fue una respuesta rápida, casi coreografiada, que evidencia cuán internalizado está el protocolo de desastre en la sociedad islandesa.
Y es que, lejos de ser un evento aislado, esta erupción es ya la undécima desde 2021. Tras 800 años de aparente calma, Reykjanes ha retomado el protagonismo con una frecuencia que sugiere un patrón sostenido. El magma, según los expertos, podría seguir haciendo su aparición durante décadas, incluso siglos. Lo que fue excepcional ahora se perfila como parte del paisaje cotidiano, con todo y sirenas, evacuaciones preventivas y flujos de lava avanzando mientras las cámaras web transmiten el fenómeno en tiempo real.
La erupción, iniciada alrededor de las 6:30 a. m., fue precedida por un enjambre sísmico intenso, un rasgo ya característico de esta nueva fase eruptiva. En esta ocasión, además del riesgo evidente de la lava, se reportó la ruptura de una tubería de agua caliente en el norte de Grindavík, lo que evidencia el impacto directo en la infraestructura local. Sin embargo, al menos por ahora, el tráfico aéreo permanece inalterado. La erupción no ha expulsado cenizas suficientes para afectar la estratósfera, como sí ocurrió con el Eyjafjallajökull en 2010 —aquel que paralizó los cielos europeos por semanas—.
La fisura activa, de unos 500 a 1,200 metros según distintas estimaciones, ya ha superado barreras protectoras diseñadas tras eventos previos. Esto plantea una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto las obras humanas pueden resistir los designios de un subsuelo tan volátil? Aunque algunos residentes regresaron a Grindavík tras la erupción de enero de este año, esta nueva actividad podría marcar un punto de no retorno en la viabilidad de permanecer allí a largo plazo.
Paradójicamente, en medio de la amenaza, el turismo sigue jugando un rol ambivalente. La Laguna Azul, epicentro de selfies geotérmicas y baños termales, ha sido evacuada varias veces en los últimos años, pero su atracción magnética persiste. Islandia, promocionada como la “tierra de hielo y fuego”, está reescribiendo esa etiqueta con más énfasis en lo segundo.
Más allá de la fascinación por los ríos de lava fluorescente y las imágenes de drones sobre un terreno herido, esta nueva erupción revela una historia más profunda: la de una nación que convive con un territorio en constante transformación. En un mundo donde el cambio climático y los fenómenos extremos ya son moneda corriente, Islandia representa un microcosmos de adaptación, planificación y resiliencia. Pero también recuerda que, cuando la tierra decide hablar, no hay notificación push que lo anticipe del todo.




