Una nueva sacudida en la ya tambaleante estabilidad del comercio internacional norteamericano se ha hecho sentir esta semana. Canadá, históricamente el socio más diplomático del tridente T-MEC, ha decidido dejar la cortesía a un lado y activar su propia maquinaria arancelaria: un 25% a los vehículos estadounidenses que no cumplan con las reglas del tratado comercial firmado con México y EE.UU. La medida, anunciada por el primer ministro Mark Carney, es una réplica directa —y cuidadosamente calibrada— a las acciones del presidente estadounidense Donald Trump, quien desenterró su conocida política de “América primero”, ahora con nuevo ímpetu electoral.
Esta no es simplemente una revancha simbólica. Carney deja claro que la medida no solo responde al arancel espejo del 25% que impuso Trump a autos importados (y al acero, aluminio, medicamentos y hasta madera), sino que marca un antes y un después en la relación bilateral. “La antigua relación de integración continua con Estados Unidos se ha acabado”, declaró, cortando con precisión quirúrgica cualquier esperanza de reconciliación inmediata. Según el propio gobierno canadiense, los ingresos por estos nuevos aranceles rondarán los 8 mil millones de dólares, que se destinarán directamente a los trabajadores afectados por las políticas estadounidenses.
A diferencia del unilateralismo que marca la política comercial de Trump, la respuesta canadiense parece diseñada con bisturí diplomático. Por ejemplo, las autopartes quedan fuera de los aranceles, y los vehículos mexicanos están explícitamente exentos, ya que —según Carney— México está “respetando” el acuerdo comercial. Esta exención, celebrada con mesura por la presidenta Claudia Sheinbaum, contrasta con la postura crítica y combativa de Canadá, que incluso planea llevar el tema ante organismos internacionales.
Sin embargo, el matiz importa: mientras Sheinbaum opta por una lectura positiva de la situación —“el T-MEC sobrevivió”—, Carney denuncia que las acciones de Trump son una violación directa del tratado que él mismo firmó. La tensión no es sólo entre países, sino entre narrativas. Una ve en la exención un gesto de estabilidad; la otra, una excepción temporal en un juego que se ha vuelto abiertamente hostil.
La medida canadiense, aunque puntual, refleja una fractura sistémica. El sector automotriz de Canadá —altamente integrado con el estadounidense— ya comienza a resentir el golpe: la empresa Stellantis anunció el cierre temporal de su planta en Windsor, Ontario, y las acciones de empresas como Magna International y Linamar han caído en picada.
Los economistas del Banco Nacional de Canadá intentan poner paños fríos, señalando que el impacto ponderado por comercio aún se mantiene por debajo del 5%. Pero reconocen que este respiro puede ser breve si la escalada arancelaria continúa o si se confirma una recesión global. La guerra comercial, que hasta hace poco parecía una anécdota del pasado trumpiano, ha vuelto con toda su fuerza y, esta vez, amenaza con redibujar los mapas del comercio regional.
¿Y México? Si bien su posición actual le evita pagar costos inmediatos, también lo coloca en la línea delgada de la obediencia estratégica. Mientras Canadá arma su propia defensa comercial y redefine su papel en el escenario global, México opta por la prudencia. El dilema es claro: ¿resistir o acomodarse?
Lo que se juega aquí no son solo impuestos a los autos, sino la arquitectura misma de un modelo de integración comercial que, aunque asimétrico, había funcionado durante décadas. La pregunta ya no es si habrá una nueva era comercial, sino quién la escribirá y a qué precio.




