La banalización del debate público en la era de TikTok por: Ricardo Femat  - LJA Aguascalientes
17/05/2025

La banalización del debate público en la era de TikTok 

Vivimos tiempos en los que la conversación pública ha sido absorbida por la inmediatez. Lo que antes era debate, reflexión o incluso confrontación de ideas con cierto nivel de profundidad, hoy se ha reducido a frases breves, opiniones envueltas en música de fondo y efectos visuales llamativos. TikTok, con su formato vertiginoso y sus videos de menos de un minuto, es hoy una de las plataformas donde más se “debate” sobre política, derechos, ciencia, economía o justicia social. Pero ¿realmente podemos llamarlo debate? 

Lo que preocupa no es que se hable de temas relevantes en estas plataformas. De hecho, es positivo que nuevas generaciones se interesen por la vida pública desde sus propios espacios digitales. Lo inquietante es que, al adaptar los contenidos a una lógica de entretenimiento exprés, estamos dejando de lado lo más valioso del pensamiento crítico: la duda, el contexto, la contradicción, el argumento. 

La política, la historia, el derecho, las luchas sociales, todo cabe en TikTok… pero no siempre cabe bien. ¿Cómo se explica una reforma constitucional en 30 segundos? ¿Cómo se discute la violencia de género sin caer en clichés? ¿Cómo se abordan conflictos internacionales sin simplificar causas y efectos? La respuesta suele ser: no se puede. O peor: se intenta, pero se distorsiona. 

Hay quienes defienden esta transformación como una forma de “democratizar el conocimiento”. Y es cierto que las redes sociales han acercado información a públicos que antes estaban alejados de los espacios académicos o institucionales. Pero una cosa es acercar, y otra es reducir. No es lo mismo explicar de forma clara que simplificar hasta el punto de borrar los matices. 

El problema es estructural. El algoritmo de estas plataformas premia el impacto inmediato, no la calidad del contenido. Si un video genera reacciones rápidas -indignación, sorpresa, humor, miedo-, tiene más posibilidades de ser visto. Si plantea preguntas complejas, si requiere concentración o análisis, probablemente será ignorado. Así, se impone una lógica donde lo emocional sustituye a lo racional, y donde el “me gusta” vale más que el argumento sólido. 

Esto tiene implicaciones profundas para la vida democrática. Cuando el debate público se rige por la lógica del entretenimiento, las decisiones colectivas también pueden banalizarse. Se vuelve más fácil caer en discursos populistas, en desinformación o en campañas construidas más para “virilizarse” que para convencer con razones. Y eso debilita a la ciudadanía, a la deliberación, al diálogo. 

No se trata de satanizar las redes. TikTok, Instagram, YouTube o X (antes Twitter) pueden ser herramientas poderosas para informar, sensibilizar o movilizar. Pero hay que saber usarlas con responsabilidad. El reto es comunicar sin renunciar al fondo. Adaptarse sin traicionar la complejidad de los temas. Explicar sin manipular. 

Hay buenos ejemplos de personas que lo logran. Académicos, periodistas, activistas que crean contenido serio, accesible, bien argumentado. Pero no son la norma. En muchos casos, el “contenido político” en redes no es más que una suma de frases efectistas, ataques personales o discursos que alimentan la polarización. En lugar de abrir caminos al pensamiento, se cierran puertas al diálogo. 


Este fenómeno no ocurre solo entre influencers o creadores de contenido. También los actores públicos -políticos, partidos, instituciones- han entrado al juego de la viralidad. Se producen campañas, discursos o anuncios pensados más para ganar vistas que para construir comunidad o promover valores. Se prioriza el impacto visual sobre la claridad de ideas. Se busca “estar en tendencia”, aunque eso implique reducir el debate a una consigna de moda. 

Y eso, en el fondo, también es una forma de renunciar a la política como espacio de construcción colectiva. Porque cuando lo público se convierte en espectáculo, lo importante deja de ser el bien común, y pasa a ser la atención momentánea. 

¿Qué podemos hacer ante esto? 

Primero, reconocer que no todo tiene que entrar en un video de un minuto. Que hay temas que necesitan tiempo, lectura, contraste de fuentes. Que pensar lleva más de 15 segundos, y está bien que así sea. 

Segundo, defender los espacios de discusión pausada. Foros, clases, columnas, libros, conversaciones largas. No porque estén de moda, sino porque siguen siendo necesarios. La prisa con la que vivimos no debe hacernos olvidar que algunas respuestas requieren lentitud. 

Tercero, formar una ciudadanía crítica. No basta con “estar informados”; necesitamos herramientas para analizar lo que vemos, para dudar de lo que escuchamos, para identificar cuándo un contenido busca manipularnos y cuándo busca enriquecernos. 

Cuarto, exigir responsabilidad a quienes comunican. No todo vale en nombre de la viralidad. Si una persona quiere hablar de derechos, de política, de leyes, tiene que prepararse. No se trata de tener una opinión, sino de saber sustentarla. El acceso a un celular no convierte a nadie en experto. 

Y finalmente, como ciudadanos, también tenemos que hacer nuestra parte. Elegir qué ver, qué compartir, qué creer. No todo contenido que “engancha” informa. No todo lo que se mueve rápido construye. Tenemos que detenernos, contrastar, preguntar. 

Porque si renunciamos a pensar, otros pensarán por nosotros. Y no siempre lo harán por nuestro bien. 

La banalización del debate público no es un problema menor. Es una señal de alerta. Si la conversación sobre lo común se vuelve superficial, emocional y fugaz, lo que se debilita no es sólo la política: es la democracia misma. Y una democracia sin pensamiento crítico, sin diálogo real, sin desacuerdos argumentados, está condenada a volverse un eco vacío. 

En la era de TikTok, pensar puede parecer un acto de rebeldía. Pero es justamente esa rebeldía la que puede salvarnos del ruido. 

 


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