La política exterior y económica mexicana se encuentra, una vez más, en la cuerda floja ante las decisiones del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien ha reiterado su intención de imponer aranceles a productos provenientes de México y Canadá. La respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido cauta, estratégica y, sobre todo, en clave de resistencia estructural más que de confrontación directa.
En lugar de entrar al juego del “ojo por ojo arancelario”, la mandataria ha dejado claro que México no responderá con medidas espejo. La apuesta no es por el choque frontal, sino por el blindaje interno. Sheinbaum ha planteado un “programa integral de fortalecimiento de la economía nacional”, cuyo eje será la industria automotriz, pero que también se extiende a otros sectores productivos. Esta decisión no solo es una jugada diplomática para evitar una escalada comercial con su principal socio económico, sino también una lectura pragmática del contexto global y de la vulnerabilidad estructural de ciertas industrias mexicanas.
La presidenta ha señalado que el plan incluye incentivos fiscales y un posible esquema de exención o modificación en el pago de impuestos, sin detallar aún los mecanismos exactos. Ha citado como referente el programa implementado por Dilma Rousseff en Brasil en 2012, que permitió un notable crecimiento en la producción automotriz gracias a un modelo de incentivos que premiaba la eficiencia, la inversión en I+D y la adquisición de autopartes nacionales. Aunque Sheinbaum aclara que no se trata de replicar el modelo brasileño al pie de la letra, la referencia evidencia una visión de política industrial a largo plazo, más cercana a un keynesianismo adaptado que al libre mercado puro.
La realidad, sin embargo, no es tan tersa. Trump justifica los aranceles bajo la narrativa de que México y Canadá no han hecho lo suficiente para detener el tráfico de drogas y la migración irregular. En un movimiento que muchos interpretaron como concesión táctica, México extraditó recientemente a 29 presuntos narcotraficantes, incluyendo a Rafael Caro Quintero, gesto que el gobierno mexicano insiste en desvincular de las tensiones arancelarias. Aquí la línea entre cooperación judicial y diplomacia comercial se vuelve difusa, especialmente cuando se cruzan temas tan sensibles como la corrupción en el Poder Judicial mexicano, del cual Sheinbaum ha dicho que será renovado en elecciones populares este mismo año.
La estrategia de Sheinbaum también se apoya en lo que presenta como fortalezas macroeconómicas: crecimiento en el empleo formal, recaudación histórica de impuestos y estabilidad inflacionaria. Si bien estos indicadores son relevantes, el contexto internacional podría erosionarlos rápidamente. Como ella misma admite, “cuando un país como Estados Unidos cambia su política comercial, tiene impactos en todo el mundo”.
En paralelo a su plan económico, la presidenta ha mantenido comunicación con Canadá. En una conversación reciente con el ministro Mark Carney, ambos coincidieron en la importancia de fortalecer el T-MEC como escudo ante la volatilidad política y económica estadounidense. Este tratado, renegociado en su momento por López Obrador, es uno de los pocos marcos multilaterales que aún ofrecen cierto margen de certidumbre en un panorama global cada vez más incierto.
En este juego de ajedrez geopolítico, Sheinbaum parece optar por el “piano piano si va lontano”: avanzar con prudencia, construir desde dentro y resistir con reformas estructurales más que con gestos simbólicos. A diferencia del clásico “muro” discursivo que en otros momentos dominó la relación bilateral, lo que ahora se levanta es una red industrial, fiscal y manufacturera que busca consolidar autonomía sin romper los lazos comerciales.
No obstante, los resultados aún están por verse. La eficacia del plan dependerá no solo de su diseño técnico, sino de su implementación y capacidad de resistir los embates de una posible guerra comercial. En ese escenario, lo que hoy se presenta como serenidad podría leerse mañana como pasividad, y lo que hoy se llama fortalecimiento nacional podría terminar siendo un paliativo si no se acompaña de acciones contundentes para reducir la dependencia estructural del mercado estadounidense.
Por ahora, México camina en equilibrio sobre la delgada línea entre el pragmatismo económico y la presión geopolítica. Si ese equilibrio se mantiene o se rompe, dependerá tanto de la paciencia de Sheinbaum como del humor de Trump, un factor que, como la inflación o el tipo de cambio, es difícil de predecir.




