Con 19 votos a favor, Michoacán se sumó al grupo de estados mexicanos que han prohibido las corridas de toros, decisión celebrada por activistas de derechos animales, pero cuestionada por la aparente incongruencia jurídica y cultural que conlleva. La reforma a la Ley de Derechos, Bienestar y Protección de los Animales, impulsada por diputadas de Morena y el PVEM, prohíbe expresamente espectáculos donde se cause “sufrimiento físico, derramamiento de sangre o muerte de animales como entretenimiento principal”. Sin embargo, al mismo tiempo, excluye de esta prohibición a la charrería, los jaripeos y las peleas de gallos, siempre que se ajusten a la normatividad vigente.
Es decir, se veta una tradición violenta, pero se preservan otras bajo la figura de “excepciones culturales”. ¿Es esto una victoria ética o una reforma a medias?
La diputada Giulianna Bugarini, autora de la iniciativa, aseguró que la norma busca frenar la normalización de la violencia hacia los animales, sobre todo entre las nuevas generaciones. “No buscamos borrar tradiciones, sino transformarlas. La cultura debe evolucionar sin sangre”, declaró, apelando a una ética progresista.
Sin embargo, sus colegas de oposición no lo vieron tan claro. El petista Baltazar Gaona calificó el dictamen como “hecho con las patas” al señalar que, aunque supuestamente prohíbe todas las peleas entre animales, hace excepciones explícitas que podrían terminar siendo litigadas en tribunales. “Los bufetes jurídicos ya se están frotando las manos”, advirtió Hugo Rangel, anticipando una ola de amparos.
Y mientras los legisladores debatían en el pleno, afuera del recinto el choque era cultural y económico. Matadores, ganaderos y aficionados acusaban al Congreso de atentar contra una actividad con siglos de arraigo y de dejar sin empleo a miles de personas. El argumento no es menor: si la cultura debe evolucionar, ¿cuál es el límite entre tradición y maltrato?, ¿y quién decide qué prácticas merecen ser preservadas y cuáles deben erradicarse?
La contradicción se vuelve más compleja al observar que, pese a prohibir toda forma de pelea animal como entretenimiento, la ley deja intactas las peleas de gallos. Es decir, se condena la sangre en el ruedo, pero se tolera en el palenque. En ese contexto, no sorprende que los partidos de oposición (PAN, PRI y PT) hayan votado en contra o se hayan abstenido, acusando inconsistencia jurídica y selectividad política.
No faltaron los señalamientos de doble moral. Diputados panistas, por ejemplo, criticaron que Morena esté más preocupada por el bienestar de los toros que por “los fetos en gestación”, en alusión a la reciente despenalización del aborto en el estado. Y desde el PRI se recordaron prioridades más urgentes: la violencia humana, como el caso de un jornalero asesinado por una mina terrestre en Apatzingán ese mismo día.
Con Michoacán, ya son siete los estados que han prohibido las corridas de toros —Sonora, Guerrero, Coahuila, Quintana Roo, Sinaloa y ahora este—, además de varios municipios en entidades como Veracruz, Nayarit y el propio Michoacán. No es, pues, una ola aislada, sino parte de una tendencia nacional e internacional en defensa del bienestar animal.
Pero el debate sigue abierto. La iniciativa avanza con un pie en la ética animalista y otro en la tradición selectiva. Como en muchas reformas mexicanas, el cambio es parcial: suficiente para generar titulares, pero insuficiente para cerrar con coherencia el ciclo normativo. Porque si el principio rector es evitar el sufrimiento animal, ¿por qué se excluye a unos animales sí y a otros no?




