Tesla ya no es sinónimo de futuro brillante, autos eléctricos y placas solares: ahora también lo es de pancartas con referencias a Hitler, dinosaurios activistas y gente que pide, literalmente, enviar a Elon Musk a Marte. Todo como parte de una protesta global orquestada bajo el ruidoso lema de Tesla Takedown, una especie de rebelión civil 2.0 que mezcla boicot económico, performance callejera y advertencias de distopía.
El escenario: concesionarios de Tesla en más de 230 ciudades alrededor del mundo. La causa: el vínculo cada vez más tóxico entre Musk y Donald Trump, expresado en el cargo del magnate como líder del muy orwelliano Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Lo que, traducido del eufemismo al idioma real, significa: cerrar agencias, recortar gasto público y tener acceso a datos confidenciales, todo mientras se es CEO de una empresa cotizada. ¿Conflicto de interés? Apenas el comienzo.
Las protestas, que se manifestaron principalmente en Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania y Canadá, variaron desde sentadas pacíficas y coreografías con paraguas naranjas, hasta incendios de autos en concesionarios de Ottersberg, Alemania. Aunque el movimiento Tesla Takedown insiste en su carácter no violento —“salvar la democracia, no quemarla” podría ser su eslogan alternativo—, la realidad muestra un catálogo diverso de expresiones: desde psicólogos septuagenarios que no marchaban desde Vietnam hasta activistas climáticos que antes se pegaban al asfalto y ahora se pegan a los parabrisas de Tesla.
Y es que el desencanto no es solo ideológico, también es financiero. Consumidores que alguna vez presumieron su Model Y ahora buscan venderlo o al menos pegarle una calcomanía que diga “yo compré esto antes del apocalipsis corporativo”. Algunos accionistas, antes entusiastas, se deshacen de sus títulos como quien quema discos de una banda cancelada.
La narrativa es clara: Musk ya no es el Tony Stark de la innovación, sino el Lex Luthor de la democracia. Su figura se ha vuelto, para muchos, un símbolo de la broligarquía tecnológica (término real de una pancarta) que mezcla poder económico ilimitado con apetito autoritario y estética de hombre del saco millennial.
Las críticas son transversales: desde grupos ambientalistas como Planet Over Profit, hasta figuras políticas como la congresista Jasmine Crockett, pasando por celebridades como John Cusack, todos convergen en una misma idea: “Musk tiene más poder que los gobiernos. Sin ningún control. Ese es el verdadero peligro”, como lo resumió un manifestante.
Pero del otro lado, Musk parece más ocupado en proyectar un futuro brillante para su empresa que en responder a lo que él llama “ataques de psicópatas”. Asegura que Tesla seguirá siendo “el coche más vendido del mundo” y promete 10 millones de unidades para el próximo año. Una visión optimista, si se ignoran los incendios, las ventas en caída y los problemas de imagen.
Al final, lo que está en juego no es solo la reputación de un CEO extravagante, ni la valoración bursátil de una empresa, sino el modelo de gobernanza donde las figuras públicas con cuentas de Twitter infladas toman decisiones de Estado mientras venden autos. Si este es el futuro, tal vez algunos prefieran bajarse del coche.




