Desde el pasado 29 de marzo, las cooperativas escolares se convirtieron oficialmente en zonas libres de papitas, donas y refrescos, al menos en papel. El nuevo manual emitido por la Secretaría de Educación Pública (SEP) marca el inicio de una guerra nutricional que promete transformar la dieta escolar de los alumnos del Sistema Educativo Nacional… o al menos intentarlo.
El documento, titulado con tono burocráticamente saludable como “Manual para personas que preparan, distribuyen y venden alimentos en las escuelas”, detalla con precisión quirúrgica lo que sí y lo que ya no puede circular en las tienditas escolares. De un lado del cuadrilátero: el esquite sin manteca, el tlacoyo de nopales, las pasitas y el pozol. Del otro: las hamburguesas, los jugos de caja, los nachos con queso y, por supuesto, cualquier producto con sellos de advertencia nutricional. En resumen: si tiene sabor, probablemente está prohibido.
La narrativa oficial repite el mantra del “fomento de estilos de vida saludables” como quien repite afirmaciones positivas frente al espejo. Pero aunque el discurso nutricional es loable, la implementación ya muestra sus primeras grietas. Por ejemplo, aunque las cooperativas están en la mira de la autoridad sanitaria —con posibles multas en Unidades de Medida y Actualización (UMA), que pueden escalar hasta los 130 mil pesos—, los vendedores ambulantes que se instalan justo afuera de las escuelas quedan fuera del radar. Porque claro, nada dice “ambiente saludable” como una tiendita interior sin chatarra, flanqueada por un carrito de frituras en la banqueta.
Tampoco los padres serán sancionados por mandar “lonches subversivos”. Como bien lo aclaró la presidenta Claudia Sheinbaum: “No, no te van a castigar, pero no debes”. O sea: el Estado no meterá mano en la mochila de tu hijo, pero te mira feo si le empacas una Big Cola con Gansito. La estrategia, al menos por ahora, se sostiene en la esperanza de que madres y padres se conviertan en apóstoles del pepino con limón.
El comisionado estatal de Coespris, Luis Carlos Tarín, lo resumió sin rodeos: no se puede revisar ni confiscar el contenido de las loncheras, y mucho menos intervenir en los refrigerios caseros. Eso sí, las cooperativas deberán alinearse o enfrentarse al látigo normativo. Ellas sí están en el centro del escenario regulatorio, bajo la lupa de inspecciones sanitarias que también buscarán garantizar prácticas de preparación salubres: guantes, cubrebocas, cabello cubierto… como si fueran a operar un quirófano, no a preparar un atole.
Más allá de la intención de fomentar hábitos saludables —algo difícil de discutir—, el modelo peca de asimetría y poca claridad operativa. ¿Cómo equilibrar un esfuerzo educativo y nutricional si el alcance de la ley termina justo en la puerta del plantel? ¿Cómo asegurar coherencia cuando dentro de la escuela se prohíbe el yogurt saborizado, pero afuera se venden combos de pizza con refresco? La lógica regulatoria se tambalea al chocar con la realidad socioeconómica y cultural que define la alimentación escolar en gran parte del país.
El Estado, en su papel de educador nutricional, parece haber olvidado que la comida no solo es salud, también es cultura, economía, costumbre. En ese sentido, la cruzada contra la comida chatarra se enfrenta no solo a las papitas, sino a todo un sistema informal de alimentación escolar que incluye al carrito del señor de los elotes, la tiendita de la esquina y la mamá que vende tortas a la salida. Prohibir dentro sin regular fuera es como dejar la puerta abierta mientras cierras la ventana con candado.
Lo que queda claro es que, aunque la ley ya está en vigor, el camino hacia una alimentación realmente saludable en las escuelas mexicanas será largo, sinuoso y lleno de excepciones prácticas. Mientras tanto, el tlacoyo de nopal sin manteca intenta abrirse paso en un país donde el lunch escolar es, más que un bocadillo, un campo de batalla.




