El estado de Nueva York ha decidido trazar una línea firme en el debate nacional sobre diversidad, equidad e inclusión (DEI) en el ámbito educativo. La administración del presidente Donald Trump ordenó recientemente que todas las escuelas públicas del país certifiquen, en un plazo de diez días, que no implementan prácticas DEI que puedan interpretarse como discriminatorias. De no hacerlo, perderían acceso a la financiación federal, incluidos los fondos del Título I, clave para las escuelas en zonas de bajos ingresos. Nueva York, sin embargo, ha dicho “no gracias”.
En una carta con tono jurídico pero contundente, el subcomisionado del Departamento de Educación del estado, Daniel Morton-Bentley, rechazó la exigencia federal. Afirmó que no existe ninguna base legal que prohíba los principios de DEI y que la administración federal no tiene autoridad para reinterpretar las leyes de derechos civiles como condición para la entrega de recursos. Además, recordó que Nueva York ya ha certificado su cumplimiento con el Título VI de la Ley de Derechos Civiles de 1964 —que prohíbe la discriminación por raza, color u origen nacional— y que no piensa repetir el ejercicio por una reinterpretación unilateral desde Washington.
La posición del estado contrasta con el discurso de la administración federal, que, en voz del subsecretario interino de Derechos Civiles, Craig Trainor, sostiene que la ayuda federal “es un privilegio, no un derecho”. Trainor acusa a algunas escuelas de usar programas DEI para “discriminar a un grupo de estadounidenses y favorecer a otro”, una postura que implica que, para el gobierno federal, ciertas aplicaciones de estos principios equivalen a discriminación inversa.
Pero no es solo una cuestión técnica o de interpretación legal. La controversia también expone un dilema de fondo: ¿a quién le corresponde decidir los principios rectores de la educación pública en Estados Unidos? Para Nueva York —y probablemente para otros estados que observan el caso con atención— la ofensiva federal es vista como un intento de centralizar decisiones que históricamente han recaído en los estados. “No se puede hacer campaña basándose en el control local y luego imponer mandatos federales”, afirmó un legislador demócrata en Albany.
Este no es un episodio aislado. La táctica de condicionar fondos a la obediencia política se ha repetido en otros frentes: desde la presión a universidades por protestas antiisraelíes hasta las demandas para frenar el plan de peajes urbanos en Manhattan. La crítica más recurrente: el uso de fondos públicos como herramienta para moldear agendas ideológicas desde el Ejecutivo federal.
Los programas DEI en las escuelas tienen objetivos claros: crear entornos inclusivos, capacitar docentes en competencias culturales, asegurar equidad en el acceso a oportunidades y reducir disparidades para grupos históricamente marginados. Para sus defensores, son una herramienta necesaria para alcanzar una educación más justa. Para sus críticos, representan una amenaza al principio de mérito y una posible puerta abierta a la discriminación por identidad.
La postura de Nueva York se vuelve aún más significativa si se considera el cambio de tono dentro del propio Partido Republicano. Mientras que durante la primera administración de Trump, la entonces secretaria de Educación, Betsy DeVos, destacaba que la inclusión era parte de un “alto rendimiento organizacional”, la actual administración parece haber dado un giro de 180 grados. Este viraje no ha sido acompañado, según Morton-Bentley, de una explicación legal coherente.
A la espera de posibles litigios —que podrían llegar si la administración federal intenta retirar fondos sin el debido proceso legal—, lo cierto es que se ha abierto una nueva batalla política y judicial sobre los límites del federalismo educativo. Nueva York, por lo pronto, ya marcó su postura: no cederá ante lo que considera una extralimitación de poderes, ni sacrificará sus políticas de inclusión por una interpretación restrictiva de la ley.
Lo que viene podría ser una ola de resistencia desde otros estados, con potencial para reconfigurar el debate sobre el papel del gobierno federal en los sistemas educativos locales. La pregunta no es solo qué significa DEI, sino quién decide si tiene cabida en las aulas públicas del país.




