Por primera vez en su historia, el Comité contra la Desaparición Forzada (CED) de la ONU ha activado el artículo 34 de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas. El protagonista de este momento sin precedentes: México, país donde el fenómeno de las desapariciones alcanza cifras que, más allá del dato duro (más de 124 mil personas desaparecidas), revelan una crisis estructural que ha encendido alarmas internacionales.
El artículo en cuestión solo se pone en marcha cuando el Comité recibe información “bien fundada” de que las desapariciones forzadas ocurren de forma generalizada o sistemática. No es un tecnicismo menor. La activación del protocolo abre la puerta a que el caso se eleve a la Asamblea General de la ONU, y potencialmente, se considere como crimen de lesa humanidad —una categoría reservada para actos cometidos con pleno conocimiento e intención por parte del Estado.
¿Qué vio la ONU en México?
Según el presidente del Comité, Olivier de Frouville, la decisión de iniciar el procedimiento contra México no se tomó a la ligera: es la culminación de años de documentación, visitas y recomendaciones ignoradas. En 2021, una delegación del CED ya había detectado patrones sistemáticos de desaparición. En esta nueva etapa, se incluye la solicitud formal de información al Estado mexicano, con el fin (al menos en el papel) de sostener un “diálogo constructivo”.
El Comité también dictó medidas cautelares relacionadas con casos específicos, como la protección de fosas comunes en el Rancho Izaguirre, Jalisco, señalado como centro de exterminio operado por el Cártel Jalisco Nueva Generación. Este señalamiento subraya un punto clave: la desaparición forzada no sólo se achaca al crimen organizado, sino también a posibles vínculos o tolerancia de autoridades locales, estatales o federales.
Y es aquí donde la semántica se vuelve política.
La respuesta mexicana: negación diplomática y control de daños
Ante el anuncio, el gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum reaccionó con firmeza. A través de una tarjeta informativa y comunicados emitidos por la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), rechazó categóricamente la acusación de que exista una política de Estado orientada a desaparecer personas. “El Gobierno mexicano no consiente, permite u ordena la desaparición de personas”, puntualizó la SRE.
El comunicado del gobierno insiste en que México mantiene una cooperación constante con el Comité y asegura que responderá a la solicitud de información con base en los mecanismos establecidos. Sin embargo, esta postura contrasta con las múltiples evidencias que han salido a la luz en la última década, desde Ayotzinapa hasta los recientes casos en Veracruz y Jalisco, donde funcionarios públicos han sido implicados en la desaparición y encubrimiento de crímenes.
La reacción oficial parece una mezcla de protocolo diplomático y control de daños, enmarcada en un lenguaje cuidadosamente redactado, pero con un trasfondo de molestia evidente. El gobierno apela al compromiso con los derechos humanos, pero evita cualquier admisión de responsabilidad estructural.
Una crisis con rostro humano (y cifras escalofriantes)
Más allá del intercambio institucional, el núcleo del problema sigue siendo la tragedia humana que arrastran miles de familias mexicanas que buscan a sus desaparecidos. El reconocimiento internacional del CED es visto por organizaciones como CEPAD como una victoria simbólica y una oportunidad para visibilizar la magnitud de la crisis.
Aquí entra en juego la paradoja: para los colectivos de búsqueda, la activación del artículo 34 es un acto de justicia; para el Estado, una afrenta. Mientras tanto, la cifra de desaparecidos sigue en ascenso y el sistema de justicia parece tan perdido como las propias víctimas.
¿Y ahora qué?
El procedimiento no es automático ni inmediato. En las próximas semanas, el CED enviará su solicitud formal al gobierno mexicano. A partir de ahí, podría iniciarse un proceso de intercambio de información que busque la aplicación íntegra de la Convención. Pero si el Comité considera que el Estado no coopera, tiene la facultad de escalar el caso a la Asamblea General de la ONU.
Este paso sería inédito y altamente simbólico, al situar a México en una lista no precisamente honrosa junto a países con regímenes autoritarios señalados por crímenes de lesa humanidad.
El gobierno mexicano puede tener razón en términos jurídicos cuando argumenta que no hay evidencia de una política estatal explícita de desaparición. Sin embargo, el Comité no habla sólo de intenciones, sino de resultados. Y si esos resultados se repiten con patrones similares en todo el país, en distintos gobiernos, con distintas fuerzas de seguridad, y sin consecuencias reales para los responsables… ¿acaso no es eso un sistema?
En ese contexto, el concepto de “aquiescencia del Estado”, es decir, la tolerancia o inacción frente al delito, cobra un peso legal y ético importante.
La activación del protocolo por parte del CED no resuelve la crisis de desapariciones en México, pero sí la enmarca dentro de una narrativa internacional de exigencia y rendición de cuentas. No es una condena formal, pero sí un fuerte jalón de orejas. Y en un mundo donde la imagen internacional importa (y mucho), el hecho de que la ONU haya decidido tomar cartas en el asunto no es algo que pueda minimizarse con una tarjeta informativa.
Mientras tanto, las familias siguen buscando en fosas, con palas y con rabia, lo que el Estado ha sido incapaz de ofrecerles: verdad, justicia y memoria.




