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viernes, diciembre 5, 2025

Puertas cerradas | Bajo presión por: Edilberto Aldán

Edilberto Aldán
Edilberto Aldán
Ex Director Editorial LJA.MX (2012 - 2024). Ex Colaborador (2024-2025).

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Bajo presión

Puertas cerradas

No, no es Francisco, es Juan Pablo II, pero a esta estatua yo le digo “el Papa luchador”. Mira cómo tiene los brazos, como mi figura del Blue Demon. Interrumpí la risa de mi hijo para advertirle que no puede repetir frente a su madre mi intento de chiste porque podría parecerle una grosería.

-Sí sé -me respondió-, porque ella sí cree y tú no, ¿verdad?

-No es tan fácil -reviré-. Ella cree en Dios pero no en la Iglesia católica; yo no tengo una religión, soy agnóstico. Ambos tenemos fe. Tu mamá cree en Dios, aunque ha decidido no seguir la Iglesia católica. Está decepcionada de su discurso contradictorio: habla de amor mientras condena, de humildad desde el dispendio. Ella tiene una fe que no requiere jerarquías ni intermediarios. Yo no tengo religión, tengo fe. Creo en el reconocimiento, el respeto y la conversación con el otro; en que la música salva; creo en la duda.

No pude evitar reírme cuando me dijo que él también iba a ser agnóstico. Le dije que no: tú sí crees en Dios y hasta le rezas para mejorar tu calificación en matemáticas; para serlo te faltan dudas. Quizá también te falta Iglesia, pero eso ya lo iremos viendo.

Mientras lo veía deslizarse por la rampa del parque Juan Pablo II, me quedé pensando en cómo es que se puede profesar la fe católica sin aceptar toda la doctrina de la Iglesia, si se puede creer profundamente en las enseñanzas de Cristo y, al mismo tiempo, sentirse excluido por la institución que dice representarlo.

Con todo y que en ese momento a mi hijo le preocupaba más conseguir un pedazo de cartón para aumentar la velocidad de la resbalada que el destino de su fe, seguí dándole vueltas al asunto, porque seguramente volvería a surgir ante la exposición de noticias sobre la muerte del Papa Francisco.

En la cobertura mediática del fallecimiento de Jorge Bergoglio, lo que se destaca de su pontificado es que estuvo enfocado en la humildad y la sencillez: rechazó vivir en el Palacio Apostólico, prefirió usar ropa litúrgica sencilla y un coche modesto; hizo del cuidado de los pobres y marginados una de sus prioridades, así como la promoción del diálogo interreligioso, especialmente con el islam.

Por frases como “¿Quién soy yo para juzgar?”, se considera que intentó abrir las puertas de su Iglesia, mostrando una actitud más comprensiva hacia personas de la comunidad LGBTQ+, divorciados vueltos a casar y otros grupos tradicionalmente excluidos.

Con y después del Papa Francisco, las puertas de su Iglesia seguirán cerradas. Las reformas que promovió fueron cambios en la estructura de gobierno del Vaticano y la fusión de varias oficinas administrativas, nada más.

Hoy, millones se identifican como católicos, pero no se reconocen en las enseñanzas oficiales de la Iglesia sobre la sexualidad, el matrimonio o incluso el pecado. Son juzgados por su orientación sexual, por convivir con sus parejas sin casarse, por no encajar en los moldes del catecismo.

Es normal en una institución fundada por un casto y célibe, hijo de una virgen cuyo esposo fue casto, donde la castidad y la abstinencia son obligatorias para clérigos y monjas. Normal también que el sexto mandamiento, “No fornicarás”, prohíba cualquier acto sexual fuera del matrimonio.

Jesús jamás habló de la homosexualidad. No hay una sola palabra suya sobre el tema. En cambio, habló de amar al prójimo, de no juzgar, de levantar al caído. Dijo que quien esté libre de pecado tire la primera piedra, que vino por los enfermos, no por los sanos. Aun así, se invoca su nombre para condenar, porque la interpretación que ha hecho la doctrina católica sigue calificando la homosexualidad como una “inclinación objetivamente desordenada”.

Al catecismo no le importa la realidad: parejas del mismo sexo se aman con fidelidad, ternura y compromiso; jóvenes creyentes temen su orientación sexual, no por vergüenza, sino por la certeza de que serán rechazados por su propia comunidad; miles de personas conviven antes del matrimonio, no por rebeldía, sino por razones económicas, emocionales o espirituales; otras intentan una nueva unión tras el divorcio.

La Iglesia ha sido rápida para definir el pecado, pero lenta para acompañar a quienes lo viven desde la complejidad de las relaciones humanas. No la palabra de Cristo, sino la interpretación que de ella han realizado los hombres, impide que la Iglesia sea la casa de todos. Nada en el Evangelio condena a quienes aman de forma distinta.

Quizá hoy, profesar la fe católica implique una forma de disidencia necesaria: una fidelidad a Cristo que no siempre es fidelidad a las normas eclesiásticas y, necesariamente, una distancia de esa Iglesia que rechaza.

A unos metros de la rampa del parque Juan Pablo II está la parroquia de Nuestra Señora de la Anunciación. Nos detuvimos frente a ella. Le confesé a mi hijo que en mi infancia fui monaguillo, que para casarme tuve que hacer, ya adulto, la Primera Comunión; que sí he leído completa la Biblia, y hasta los Evangelios apócrifos.

-Cuando quieras -le prometí-, te platico algunas de sus historias magníficas.

-¿Por qué no quieres que sea como tú y pueda creer en la Iglesia? -preguntó.

-No, no quiero eso. Quiero que conozcas para que dudes y seas libre de profesar tu fe.

Coda. Al final, la verdadera pregunta no es quién vive en pecado, sino quién vive en el amor. La Iglesia puede seguir hablando en nombre de Cristo sin preguntarse a quién sirve su doctrina. Creer en Cristo no es repetir dogmas, es encarnar su mensaje. Y su mensaje, que se pierde entre encíclicas y catecismos, fue claro: “Todos los que el Padre me da, vienen a mí; y a los que vienen a mí, no los echaré fuera” (Juan 6:37). La Iglesia no tiene puertas, aseguró el Papa Francisco, entonces, ¿quién se atreve a cerrarlas en su nombre?

@aldan

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