En una época donde todo se filtra antes de terminar el embargo de prensa, la Iglesia católica lanza su edición más hermética: el Cónclave 2025. Tras la muerte de Francisco —con un testamento más sencillo que las reglas del UNO—, arranca la ceremonia más coreografiada del cristianismo institucionalizado: el proceso para elegir al nuevo Sumo Pontífice.
En el Vaticano, donde los relojes no solo marcan la hora, sino la eternidad, la muerte del papa argentino activó un calendario milimétrico. El funeral de Estado será el 26 de abril y, como dicta el protocolo, habrá nueve días de luto: los Novediales. Después, los cardenales entrarán al laberinto de mármol y secreto llamado Cónclave, cuya fecha debe fijarse entre el 5 y el 10 de mayo, salvo que se apresuren. Y sí, eso se puede: si todos los purpurados están ya en Roma, pueden dar luz verde antes.
Cónclave: más que una elección, una cápsula del tiempo
Desde 1274, con la Constitución Ubi Periculum, los cardenales no sólo votan: se encierran. La palabra “cónclave” viene de cum clave, es decir, “bajo llave”, porque, hace siglos, un grupo de ciudadanos cansados de la indecisión de sus eminencias decidió encerrarlos hasta que eligieran papa. Tres años duró el encierro más largo. Hoy se prefiere algo más breve (y menos medieval), pero el aislamiento sigue siendo total.
Durante el proceso, 135 cardenales menores de 80 años vivirán en la Domus Santa Marta, el hotel vaticano donde también residió Francisco, lejos del glamur barroco del Palacio Apostólico. Ahí duermen, rezan y se preparan para votar en la Capilla Sixtina, bajo la mirada del Juicio Final de Miguel Ángel. En cada sesión secreta, escriben su voto y lo entregan. Luego, se quema. Si no hay acuerdo, el humo es negro. Si hay nuevo papa, fumata blanca y repique de campanas. Nada que un algoritmo no pueda acelerar, pero aquí se hace a la antigua.
De camarlengos y extra omnes
Antes del acto central, hay una producción de backstage igual de ritualista. El camarlengo —hoy el cardenal Kevin Farrell— verifica la muerte del pontífice y sella sus habitaciones. Luego entra en funciones el Colegio de Cardenales, aunque con poderes limitados, administrando sin decidir. Cuando todo está listo, el maestro de ceremonias, monseñor Diego Ravelli, lanza el famoso “extra omnes” (fuera todos) para iniciar el encierro. A partir de ahí, silencio absoluto.
El voto, una danza entre latín, secretos y matemáticas
Para elegir papa se necesitan dos tercios de los votos. No hay encuesta previa, ni candidatos oficiales. Pero ya se murmuran nombres: ¿será africano? ¿latinoamericano otra vez? ¿un conservador que revierta las reformas de Francisco? ¿o alguien que continúe su legado disruptivo? Las apuestas corren sin cuotas oficiales, mientras los votantes —varios de ellos nombrados por el propio Francisco— perfilan una Iglesia con dilemas teológicos y geopolíticos enredados.
Si después de 33 o 34 votaciones no hay acuerdo, se pasa a un balotaje entre los dos cardenales más votados. Eso sí, tampoco pueden votar por sí mismos. Y como si fuera una ceremonia de premiación en versión latina, el decano del Colegio Cardenalicio pregunta al elegido: “¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?” y luego: “¿Qué nombre tomarás?”. El resto es historia: sotana blanca, lágrimas en la “Sala del Llanto”, Te Deum y el ya clásico “Habemus Papam”.
Una Iglesia en el espejo del siglo XXI
Aunque parece un ritual sacado de otra era, el cónclave es también un termómetro del presente. Entre los 135 electores hay teologías enfrentadas, visiones geográficas dispares y, sobre todo, una Iglesia ante el dilema de renovarse o endurecerse. ¿Será el próximo papa un perfil “TikTok-friendly”? ¿O alguien que busque apagar los incendios que Francisco dejó ardiendo?
La transición papal es, también, una transición de narrativa. Francisco no dejó palacios ni cetros: pidió una tumba sencilla en Santa María la Mayor, sin adornos y con su nombre sin títulos. En una institución acostumbrada a la pompa, la austeridad dejó un hueco simbólico difícil de llenar.
La Capilla Sixtina está lista. Los cardenales también. El mundo observa, con la esperanza —o la resignación— de que el humo blanco venga acompañado de algo más que un cambio de rostro: una brújula para una institución milenaria con desafíos bien modernos.




