El tablero del sector automotriz norteamericano acaba de recibir una sacudida digna de una pista de pruebas todoterreno. Stellantis, una de las firmas automotrices más grandes del mundo —fruto de la fusión de Fiat Chrysler y PSA— anunció la suspensión temporal de sus operaciones en plantas clave de México y Canadá. El motivo: el regreso de los aranceles del 25% a vehículos importados, impulsados por la administración de Donald Trump.
Desde el 7 de abril, la producción en la planta de Toluca, México, está detenida, y lo mismo ocurre en Windsor, Canadá. El efecto dominó no tardó en sentirse al norte del río Bravo: al menos 900 empleados serán despedidos temporalmente en plantas de estampado y tren motriz en Estados Unidos, al estar directamente vinculadas a las fábricas ahora en pausa. La cadena productiva transnacional, integrada hasta la médula, revela así su vulnerabilidad ante medidas unilaterales.
Más que una jugada política, los aranceles tienen un efecto económico tangible y múltiple: afectan la competitividad, alteran el precio final de los vehículos y complican la logística de producción. Mientras la Casa Blanca argumenta que los nuevos impuestos buscan fomentar la manufactura doméstica, el ecosistema automotor —donde las fronteras son líneas más simbólicas que reales— sufre las consecuencias.
En la planta de Toluca se ensamblan modelos icónicos como el Jeep Compass y el Wagoneer S, destinados al mercado estadounidense. Su paralización por al menos un mes amenaza no solo el flujo de exportaciones, sino el sustento de miles de empleados directos e indirectos. Algo similar sucede en Windsor, una ciudad canadiense de 250 mil habitantes cuya historia y economía están estrechamente ligadas al rugido de los motores Chrysler. Allí, cerca de 4,500 trabajadores enfrentan dos semanas sin producción.
La reacción de Stellantis ha sido cuidadosa pero firme. Antonio Filosa, director de operaciones en Norteamérica, comunicó que la empresa seguirá evaluando los efectos de los aranceles “a medio y largo plazo”, mientras se mantiene en diálogo con gobiernos y sindicatos. “Estas acciones son necesarias dadas las dinámicas actuales del mercado”, afirmó, en un tono que combina resignación con estrategia.
Sin embargo, el sindicato United Auto Workers no comparte esa lectura. Su presidente, Shawn Fain, lanzó una crítica frontal: “Stellantis sigue jugando con la vida de los trabajadores. Estos despidos son totalmente innecesarios”. La tensión laboral se suma así a un cóctel complejo donde se mezclan la incertidumbre económica, los intereses políticos y las dinámicas de mercado globalizado.
No es la primera vez que las tensiones comerciales sacuden la industria, pero sí es una de las más claras señales de que el modelo basado en la integración trilateral (EE. UU.-México-Canadá) no está blindado ante cambios abruptos. La empresa ya enfrentaba dificultades desde 2023, con caídas en ventas y ajustes en su liderazgo. La renuncia del CEO Carlos Tavares en diciembre y los cambios operativos en América del Norte y Europa son indicios de que el temblor no empezó con Trump, pero sin duda se ha intensificado con sus políticas.
Mientras tanto, en México, entidades como Coahuila, donde se producen las camionetas RAM 2500 —uno de los modelos más exportados— observan con preocupación. Stellantis no es solo un fabricante; es un engranaje clave en la economía local. Su pausa repercute en proveedores, subcontratistas y redes de distribución. Y aunque se trata de una suspensión temporal, el mensaje es claro: las decisiones de un país tienen ecos que retumban en fábricas a miles de kilómetros.
La historia aún no está escrita del todo. Stellantis, al igual que Ford y General Motors, espera que las tarifas sean reconsideradas. Pero mientras tanto, el freno de mano está puesto, y el motor —aunque encendido— se encuentra en neutral.




