Cinco años después del asesinato de George Floyd en Minneapolis, que desató una de las movilizaciones globales más grandes contra el racismo y la brutalidad policial, Estados Unidos y el mundo se encuentran ante una realidad ambigua: algunos avances normativos conviven con retrocesos institucionales, fatiga social y una ofensiva política contra la diversidad.
El 25 de mayo de 2020, George Floyd murió asfixiado durante más de nueve minutos bajo la rodilla del policía Derek Chauvin. Su frase “no puedo respirar” se volvió un grito de protesta en decenas de países. Desde entonces, el movimiento Black Lives Matter (BLM) adquirió una visibilidad sin precedentes, inspirando reformas y debates tanto en EE. UU. como en América Latina y Europa. Sin embargo, lo que comenzó como una explosión de indignación global hoy enfrenta una realidad más gris, en la que las promesas se diluyen y los compromisos se repliegan.
Avances simbólicos y limitados cambios legales
En términos legislativos, algunos logros pueden señalarse: al menos 16 estados en EE. UU. prohibieron el uso del método de inmovilización policial que costó la vida a Floyd. Además, durante la administración Biden se iniciaron una docena de investigaciones federales por abusos de derechos civiles en cuerpos policiales locales. Pero muchos de estos esfuerzos quedaron inconclusos o se vieron revertidos tras el regreso de Donald Trump al poder.
En Minneapolis, epicentro del crimen, persisten las críticas al lento avance en la reforma policial. Aunque la ciudad anunció cambios, activistas como Michelle Gross, de Communities United Against Police Brutality, denuncian que “el progreso que la ciudad afirma no se está sintiendo en las calles”. Esta tensión entre el discurso institucional y la experiencia cotidiana de las comunidades afroamericanas refleja el desencanto generalizado.
El péndulo político y la cruzada contra la diversidad
Uno de los factores que más ha afectado el impulso por la justicia racial ha sido el giro político conservador. Bajo el gobierno de Trump, se han desmantelado políticas federales orientadas a la diversidad, equidad e inclusión (DEI), con presiones para que estados, universidades y empresas hagan lo mismo. Los fondos federales se han convertido en herramientas de coerción para revertir agendas progresistas.
Esto ha generado un retroceso palpable. Según el Pew Research Center, mientras que en 2020 más de la mitad de los estadounidenses creían que la muerte de Floyd derivaría en mejoras para la comunidad afrodescendiente, en 2025 solo el 27 % mantiene esa esperanza. Entre la población negra, el 67 % duda que se logre la igualdad racial en el país.
La reacción corporativa: de los compromisos al silencio
La llamada “América corporativa” también ha dado marcha atrás. Tras el asesinato de Floyd, muchas empresas anunciaron inversiones millonarias en programas DEI y en comunidades marginadas. Hoy, varios de esos compromisos se han retirado o quedan relegados a esfuerzos discretos. Para figuras como el reverendo Al Sharpton, esto representa una traición. Sharpton ha convocado una nueva marcha en Wall Street para exigir rendición de cuentas al sector privado: “no puede permitirse la retirada de nuestros dólares”.
Desde la otra vereda, organizaciones conservadoras como Every Black Life Matters sostienen que estas iniciativas no están basadas en el mérito. Para su fundador Kevin McGary, la equidad debe surgir de la excelencia individual, no de políticas de inclusión.
Un movimiento en redefinición
La lucha por la justicia racial no ha desaparecido, pero sí se ha transformado. Melina Abdullah, de BLM Grassroots, reconoce que el movimiento está en una “encrucijada”, pero apuesta por un enfoque más estratégico: incidir en políticas estatales como la financiación de servicios de salud mental y la defensa de los derechos de personas trans negras.
Para otros, como Amara Enyia del Movement for Black Lives, lo esencial permanece: “los negros siempre hemos sido el canario en la mina de carbón”. La denuncia de los sistemas opresivos no comenzó en 2020 ni terminará cinco años después.
La muerte de Floyd, como la de Emmett Till en 1955, marcó un antes y un después. Pero mientras que el país mostró una inédita capacidad de movilización colectiva, la reacción conservadora ha generado una “fatiga racial” que debilita el impulso reformista. A cinco años del crimen, los homenajes abundan: servicios religiosos, vigilias, conciertos, ferias comunitarias. Pero el verdadero homenaje parece pendiente: un compromiso duradero con la igualdad racial y la rendición de cuentas institucional.




