Mientras el gobierno de Salomón Jara celebra su discurso de transformación bajo la etiqueta de la “Primavera Oaxaqueña”, la realidad para las mujeres en el estado parece otra: 241 feminicidios en menos de dos años, agresores con cargos públicos, y una justicia que llega —si acaso— demasiado tarde. Desde el 1 de diciembre de 2022, cuando inició esta administración, organizaciones como Consorcio Oaxaca y GESMujer han documentado una de las oleadas más crueles de violencia feminicida en la historia reciente del estado.
A diferencia de los spots institucionales que prometen “buenos tiempos”, los datos muestran un deterioro en los derechos humanos de las mujeres. El 60% de los asesinatos ocurren dentro del hogar, y muchos de los agresores son parejas o familiares cercanos. A esto se suma una particular saña en los métodos: disparos a quemarropa, golpes brutales o mutilaciones, incluso contra mujeres adultas mayores como Minerva, asesinada con un machete en febrero de 2025.
Cifras que rompen el relato oficial
El gobierno de Oaxaca sostiene que se trabaja “como nunca” para prevenir y erradicar los feminicidios. Pero los registros dicen otra cosa. Sólo entre enero y febrero de 2025, GESMujer contabilizó 10 nuevos feminicidios. En abril de 2024 fueron 10 más. Y desde el inicio del mandato de Jara, suman 241 casos según Consorcio Oaxaca —una cifra que coloca al sexenio actual en una línea ascendente de violencia, sólo detrás del gobierno de Alejandro Murat, con 715 feminicidios documentados.
En contraste con este panorama, el gobierno oaxaqueño ha desplegado campañas que promueven programas sociales bajo la idea de una renovación “primaveral”. Esa narrativa ha sido duramente criticada por colectivas como Consorcio, que con ironía y hartazgo declaran: “Para nosotras no ha llegado la primavera oaxaqueña”.
Impunidad como política no declarada
La violencia feminicida en Oaxaca no es nueva, pero lo que sí se agrava en este sexenio es el nivel de impunidad y la cercanía institucional con agresores. Consorcio Oaxaca ha denunciado públicamente que perpetradores han sido premiados con cargos públicos, como Donato Vargas, acusado de violencia familiar y presunta vinculación con el asesinato de la activista Sandra Domínguez.
Mientras tanto, las víctimas son olvidadas en expedientes mal integrados, carpetas congeladas y promesas sin cumplimiento. La crisis institucional se agrava con la falta de coordinación entre fiscalía, secretarías de seguridad y órganos de justicia, donde las cifras parecen ajustarse a criterios políticos y no a criterios de género ni de derechos humanos.
Defensoras asesinadas, perseguidas y silenciadas
No sólo las mujeres comunes sufren esta violencia. Las defensoras de derechos humanos enfrentan una doble amenaza: por su condición de género y por su activismo. Adriana y Virginia Ortiz, militantes del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT), fueron asesinadas frente a su domicilio. Ninguna persona ha sido detenida. Su hermana, Eulalia, ahora vive perseguida, hostigada y bajo riesgo de muerte.
El caso de las hermanas Ortiz no es aislado. En lo que va del sexenio, se han registrado al menos 54 agresiones contra activistas en Oaxaca. De ellas, 27 ocurrieron en la región mixteca, donde la presencia de grupos paramilitares se ha intensificado, desplazando comunidades enteras ante la pasividad —o complicidad— de las autoridades.
La alerta de género que no se cumple
Desde 2022, Oaxaca cuenta con una alerta de género para 40 municipios. Pero en la práctica, esta medida parece haber quedado como un protocolo simbólico más. Las colectivas señalan que no se han generado políticas públicas efectivas, con presupuesto, personal capacitado y mecanismos de evaluación. La perspectiva de género es, muchas veces, un mero decorado discursivo en los comunicados oficiales.
Violencia estructural y precarización institucional
La violencia feminicida en Oaxaca no es producto de casos aislados, sino de una estructura institucional que perpetúa la desigualdad, normaliza la violencia y resguarda a los agresores. En muchas regiones del estado —como la mixteca y el istmo— la marginación, la ausencia de infraestructura de atención y la militarización de los conflictos locales propician un terreno fértil para la violencia extrema.
Organizaciones como EDUCA Oaxaca han señalado que los asesinatos de mujeres defensoras ocurren en contextos donde la criminalización del activismo ha sustituido al diálogo institucional. Las agresiones no sólo vienen del crimen organizado, sino también del aparato estatal que persigue, amenaza o ignora a quienes defienden la vida y la justicia.
Un llamado sin eco
La cifra de feminicidios no es solo un dato: es la evidencia de una política fallida, de un Estado que ha renunciado a su obligación de proteger. La narrativa de “buenos tiempos” impulsada por Jara se desmorona ante cada cuerpo hallado, cada carpeta archivada y cada familia rota. Las organizaciones exigen respuestas urgentes, pero también una transformación real del sistema de justicia y de la estructura institucional que, hasta ahora, sólo ha blindado la impunidad.




