Bajo presión
Desarmar las palabras
En la primera audiencia que celebró el Papa León XIV se dirigió a los medios de comunicación para pedirles que elijan “con conciencia y valentía el camino de una comunicación de paz (…) Desarmemos las palabras y ayudaremos a desarmar la Tierra. La comunicación desarmada y desarmante nos permite compartir una visión diferente del mundo y actuar de un modo coherente con nuestra dignidad humana”, ante varios miles de comunicadores dijo “vivimos tiempos difíciles de navegar y de contar, que suponen un desafío para todos nosotros y del que no debemos escapar”, además pidió a los periodistas que nunca se rindan ante la mediocridad y contribuyan con un tipo específico de discurso, “lo que hace falta no es una comunicación ruidosa y muscular , sino una comunicación capaz de escuchar, de recoger la voz de los débiles que no tienen voz”.
León XIV explicó a los periodistas que “uno de los desafíos más importantes es promover una comunicación capaz de ayudarnos a escapar de la ‘Torre de Babel’ en la que a veces nos encontramos, de la confusión de lenguajes sin amor, a menudo ideológicos o sesgados”, agregó que “las palabras que usan y el estilo que adoptan, es importante. La comunicación, de hecho, no es solo la transmisión de información, sino la creación de una cultura, de entornos humanos y digitales que se conviertan en espacios de diálogo y confrontación”, el Papa destacó que el inmenso potencial de la evolución tecnológica y la inteligencia artificial exigen “responsabilidad y discernimiento para orientar las herramientas al bien de todos, para que puedan producir beneficios para la humanidad”.
No importa en absoluto si se es católico practicante o no para asumir el compromiso con la propuesta del Papa León XIV, que si bien está dirigido a los comunicadores y demanda a los gobiernos que libere a los periodistas presos por razones políticas o ideológicas, no se puede dejar a un lado la referencia que realiza al tono que caracteriza el discurso de quienes se sienten ganadores: ruidoso y muscular, desde el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, hasta los voceros de Morena, y cómo afecta la discusión pública.
Ese tono —ruidoso y muscular— no solo invade los espacios de deliberación política, sino que contamina la conversación pública entera. Lo vemos a diario en los noticiarios, en las conferencias de prensa, en las redes sociales y, más preocupante aún, en los comunicados oficiales de gobierno, donde la estridencia ha sustituido a la argumentación y la descalificación ha reemplazado al disenso informado.
Desarmar las palabras, en ese contexto, no es solo un ejercicio de estilística o una petición bienintencionada para que seamos todos más amables. Es una demanda ética: la urgencia de recobrar el sentido de lo que decimos y de cómo lo decimos. Porque las palabras, como las armas, hieren. Y el discurso de quienes ostentan el poder suele dispararse con la misma facilidad con que se lanza una amenaza: sin pensar en las consecuencias, sin medir los daños.
Cuando un vocero gubernamental llama traidores a quienes critican una política pública; cuando un presidente tilda de corruptos a periodistas incómodos sin más prueba que su inconformidad; cuando una campaña electoral se convierte en una batalla de adjetivos y no en una discusión de ideas, no estamos frente a simples excesos retóricos, sino ante una violencia simbólica que erosiona el pacto democrático.
Por eso tiene sentido la exhortación del Papa a que los comunicadores no se rindan ante la mediocridad. La palabra mediocre ha sido tan usada que ha perdido filo, pero conviene recuperarla aquí en su sentido más profundo: lo mediocre no es solo lo que está a medio camino entre lo bueno y lo malo, sino aquello que rehúye el esfuerzo de elevarse, de hacer algo con excelencia y sentido. En tiempos de fake news, de bots programados para el escándalo, de líneas editoriales dictadas por intereses, el mayor acto de valentía de un periodista tal vez consista en negarse a amplificar el ruido y optar, en cambio, por la claridad, por la verdad documentada, por una mirada humana.
Y si esa comunicación que desarma es también un modo de resistir, entonces desarmar las palabras se vuelve una estrategia política. No de la política entendida como guerra de trincheras, sino de la política como espacio para lo común. Una comunicación desarmada podría ser el primer paso para reconstruir los puentes que la polarización ha dinamitado.
No se trata, claro, de volvernos ingenuos ni de renunciar a la crítica. La crítica es necesaria, incluso vital, pero puede ejercerse sin caer en la lógica de la demolición. Una crítica bien argumentada, con información verificada, con perspectiva ética, puede incomodar sin aplastar, puede provocar sin incendiar. Esa es, tal vez, la tarea más difícil hoy: seguir diciendo lo que incomoda, pero sin hacerlo desde el grito, sino desde la conciencia.
Desarmar las palabras no es un acto de debilidad, sino de coraje. En una época en la que todo se militariza, desde el lenguaje hasta las políticas públicas, ejercer una comunicación distinta es casi un gesto subversivo. Negarse al insulto, resistir al lugar común, desacralizar la estridencia, no es callar: es hablar con otra cadencia, con otra intención, con otra brújula. Y esa brújula no apunta al escándalo, sino al encuentro.
Hoy, cuando la estupidez ha tomado formas virales, algoritmos virulentos y slogans vacíos. no podemos permitirnos ese fatalismo. No luchamos en vano. La palabra sigue teniendo un poder inmenso, incluso cuando parece despojada de fuerza. Si algo puede oponerse al discurso ruidoso y muscular de los poderosos, no es el silencio resignado, sino una palabra otra: la palabra que nombra sin herir, que denuncia sin destruir, que escucha antes de responder.
Coda. Esa palabra no nace del centro, sino de los márgenes; no se impone, sino que invita; no obedece al miedo, sino a la lucidez. Es una palabra que no se grita: se sostiene. Y esa, quizá, sea la forma más radical de resistencia en estos tiempos de ruido.
@aldan